La otra bomba

Otro policía bonaerense se suicidó. Las condiciones laborales, el estrés, y la falta de una política sanitaria de salud mental, afectan a la fuerza de seguridad más importante de la Argentina. Dolor, invisibilización y silencio.

El suicidio de un efectivo policial el pasado jueves 23 de febrero en Comisaría Primera de Mar del Plata evidencia la situación crítica de la fuerza, mientras que  la sociedad —toda— sufre una «pandemia silenciosa»: la de los trastornos a la salud mental, muy probablemente a consecuencia de la pandemia mundial por la Covid-19.

En los últimos días circulaba un informe de la UBA donde se señala que casi 8 de cada 10 argentinos sufren algún tipo de trastorno de sueño, y también evidencian incremento de los episodios de malestar psicológico y crisis emocionales, todas dificultades que encajan en la problemática de la salud mental.

Entre los miembros de Policía, esto se multiplica: presión y tensión propia del trabajo, malestar económico, falta de reconocimiento —a menudo, estigmatizante—, escasez de sueño y un arma cargada. Elementos puntuales y sólidos para hacer que ese grupo social esté más expuesto y por encima de la media de las estadísticas de suicidios en la provincia de Buenos Aires.

El drama estadístico

Se habla poco y nada del suicidio, un problema que atraviesa la Policía de la Provincia de Buenos Aires, la fuerza de seguridad más grande del país.

Esta semana fue la muerte del agente que se quitó la vida en la vereda de Comisaría Primera en Mar del Plata. Apenas tenía 30 años. Señalan que sufría problemas emocionales y de pareja. Sin embargo, no es el único que llega a esa determinación, lamentablemente. Las crónicas periodísticas ilustran varios hechos fatales que rodean «muerte» y «policía» como dos caras de una misma moneda. Otro caso resonante había ocurrido en la Navidad de 2020 en la ruta 226, entre Balcarce y Tandil, cuando un policía que prestaba servicio en Azul se mató usando su arma reglamentaria, al costado del camino. Tenía 29 años y estaba bajo tratamiento psiquiátrico.

Al año 2021, la estadística silenciada daba cuenta de un promedio de 30 agentes de la policía bonaerense que se suicidaron, por año, en los últimos cinco años. En 2016 fueron 39; al año siguiente, en 2017, otros 30; para el 2018 se habían quitado la vida 31 efectivos; en 2019 unos 32 y en 2020, el año de la pandemia, se registraron 18 suicidios. Todos están por encima de los datos que maneja la Dirección de Estadística e Información de Salud (DEIS) del Ministerio de Salud de la Nación.

Para esa misma dependencia oficial en aquel 2018 se produjeron 7 suicidios cada 100.000 habitantes en la provincia. Cuatro veces y media menos que los 31 decesos entre los 93.000 efectivos que tenía la Bonaerense en ese mismo año.

Jorge Figini, comisario en la fuerza en 2021 y actual titular de la Subjefatura de Policía del Ministerio de Seguridad, admitía que eran más los policías que se suicidaban que los que caían en servicio o fallecían en accidentes de tránsito. De hecho, desde Policía entienden que el suicidio es la principal causa de muerte evitable entre su gente.

El hecho local

No hace falta ahondar demasiado en los detalles, sino correr el velo de una realidad oculta que sufren los efectivos en cumplimiento de su deber, y como esto suele tener impacto directo y decisivo sobre sus vidas.

El suicidio del agente el pasado jueves 23 de febrero transcurrió en tarea de rutina, de las que están acostumbrados a realizar los policías que están en la calle: había terminado el traslado de cuatro individuos en detención. Luego de lo incómodo que suele ser llevar a los reos a la comisaría, venía la etapa del «papeleo», como llaman los efectivos a la fase de asentar en un formulario lo realizado en la acción. Tras depositar a los cuatro detenidos en sede policial, uno de los compañeros le habría dicho a la víctima una frase que fue puntapié de aquel fatídico episodio: «Uh, que montaña de trabajo. No doy más, me quiero matar». Todo en un sentido coloquial y metafórico, obvio. Sin embargo, la respuesta fue literal: «Ah, ¿te querés matar? Mirá: yo te muestro cómo se hace». Lo que sigue es conocido: sacó el arma reglamentaria, la apoyó sobre su cabeza y disparó. Murió de un balazo de su propia herramienta de trabajo, e impulsado desde su mano.

Viven mal

Jornadas de trabajo interminables y con horarios que los aíslan, en su gran mayoría. Mal comidos y en guardias que los sacan de la contención de la familia, en el caso de los que lograron conformar una familia. Se les suma que el sueldo es bajo y tienen que trabajar horas adicionales —siempre, porque la regla es que los recargan— para abultar el salario y para satisfacer las demandas de las comisarias.

De esa manera, esas —y otras— oficinas burocráticas recaudan. Tienen el recurso humano para prestar un servicio no gratuito y muy discutido: colocar a un efectivo a cuidar una entidad pública, un edificio o una serie de negocios en una cuadra, algo que merece un debate más profundo y que, además, contribuye al cansancio físico y mental de quienes están en la calle todo el día.

A eso se le suma un condimento esencial para la determinación: el tener el arma reglamentaria consigo. Justamente el uso del arma de fuego es el principal patrón en los suicidios o crímenes donde hay involucrados efectivos policiales.

Cuando se dice que el policía vive mal, es porque de verdad sufre el trajín. Presta servicio en una tarea pocas veces reconocida por la sociedad, en su mayoría. Tiene que lidiar con los sujetos más marginales de la comunidad, cara a cara. Están expuestos al desprestigio y la humillación en un sistema donde el delincuente es casi «intocable» y el policía es sospechado de «perpetrador» ante la leve insinuación de maltrato que pueda expresar un reo.

Y en lo familiar aparece marginado, muchas veces con fracasos de pareja, endeudados y con poco horizonte de proyección de futuro. Porque dormir a contrasol, y tener que estar despierto más de un día entero, hace que los efectivos recurran al uso de todo tipo de drogas lícitas —y hasta algunas ilícitas, como la cocaína— para mantenerse en pie. O que tengan que andar durmiendo de 10 a 15 minutos en los móviles o en los baños de los centros comerciales, a escondidas, y escapando de la mirada social condenatoria.

Un problema de fondo

Estamos frente a una problemática inocultable de afectación de la salud mental de la Policía. Las estadísticas reflejan que aquel 2020, donde la cifra de suicidios disminuyó con claridad, coincide con la implementación de un servicio interno de asistencia y ayuda que se puso en marcha durante la pandemia del coronavirus, compuestos por especialistas en psicología y psiquiatría. Que al principio se inició con consultas sobre cuidados y prevención del Covid-19, pero luego fue tomando relevancia en dar contención a los policías que llamaban con indicios de intentos de suicidio.

Antes dábamos cuenta de un informe de la población sobre trastornos en la salud mental. Ese trabajo pertenece al Observatorio de Psicología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y detalla que 75,95% de los argentinos confesó tener alteraciones del sueño de algún tipo, incluso, que por culpa de la pandemia se hicieron presentes las crisis y el malestar psicológico.

Frente a esta problemática, ¿dónde están las autoridades provinciales? ¿Qué piensa el ministro de Seguridad, Sergio Berni, al respecto? ¿Cuál es la mirada del gobernador Axel Kicillof? ¿Por qué se permite que avance un flagelo tan lapidario como el descripto?

Ya en los años de la dictadura militar, en 1979, la Policía de la Provincia de Buenos Aires había sufrido otra sangría que alertaba a los altos mandos: en los primeros seis meses se habían registrado 8 suicidios y 2 tentativas, en una fuerza de 35.000 integrantes, por entonces. Un año antes se había puesto a funcionar el Gabinete Psicotécnico, para paliar ese drama.

La afectación sobre la salud mental de efectivos policiales no es algo nuevo ni particular de nuestro país. En Uruguay les quitaron el arma reglamentaria a 2.300 policías por problemas de salud mental. Pero estamos aquí y ahora. Y los problemas del presente deben ser solucionados en el presente. Porque patear la pelota para adelante, como en el fútbol, y que se haga cargo el que sigue fue y es una constante del kirchnerismo en distintas esferas del poder. Que esta no sea otra de las tantas «bombas» que le quedarán a la próxima gestión de gobierno.