Los pases mágicos

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El candidato del FPV reinstaló el tema de la baja de imputabilidad para los menores, pero en el momento menos apropiado. Sin demasiado conocimiento de la legislación vigente, muchos creen que una simple medida terminaría con la inseguridad. No es cuestión.

El tema del delito es omnipresente, no ya como una preocupación de la sociedad sino casi como una génesis del pánico. La mayoría de los ciudadanos se pasea entre el miedo y el terror, pero lo cierto es que lo que altera sus modos de vida no es simplemente que abunden los jóvenes delincuentes, sino que la ciudadanía es presa de un sistema de justicia que no funciona, y no hace lo que debería con las abundantes herramientas legales que sí podría poner en juego.
Rige en el país un sistema de responsabilidad penal juvenil que se aplica a los menores de entre 16 y 18 años. Se aplica, decimos, en algunos casos; en muchos otros, la desidia del sistema hace que no se ejerza nada, como tampoco se aplica la abundante materia penal de sanción en los delincuentes mayores.
Martín Insaurralde, intendente de Lomas de Zamora, salió al ruedo reinstalando el tema de la necesidad de bajar la edad de imputabilidad, con escasos elementos y menos avales políticos. Con sus palabras consiguió, por una parte, que la mayoría de los candidatos se ubicaron a su izquierda, tratando de no quedar pegados en una actitud inconsulta que puede resultar casi un suicidio de cara a las próximas elecciones. La razón es que, de hecho, no expuso un verdadero proyecto que le diera sustento a esta frase, que hoy parece ser un manotazo de ahogado.
Cabe señalar que desde el punto de vista de los derechos, la imputabilidad -que rige para los mayores de edad, los adultos- es distinta de la “responsabilidad”. En Brasil, una de las naciones pioneras en la materia, se establece una clara diferenciación, al instaurar una justicia juvenil particular y prohibir la inclusión de la palabra “penal” en su código para menores de edad. En casi todos los casos de países de América, se considera inimputables a los menores de 18 años, con la excepción de la Argentina y Bolivia, donde se fijó desde los 16. Aquellos que quedan por fuera de toda sanción del orden penal son los chicos menores de 12 años.
Desde el punto de vista legal, para permanecer en el marco de la civilización moderna, los regímenes especiales para los menores en conflicto con la ley deben estar inspirados en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (CIDN), celebrada en 1989 por la Asamblea de las Naciones Unidas. Por entonces la norma constituyó un cambio de paradigma en minoridad, aunque en América Latina su vigencia es desigual, en algunos casos lejos de lo deseable. En concreto, supuso la sustitución del derecho tutelar, que considera al menor como objeto y no como sujeto de derecho, incapaz de asumir responsabilidades penales por sus actos. Bajo ese esquema normativo, el adolescente queda a la merced de ser sometido en forma arbitraria y por tiempo indefinido en orfanatos y centros de protección, sin las debidas garantías procesales. Según los estándares internacionales, la legislación debe propender a buscar alternativas a las medidas no privativas de la libertad. Entre ellas, se cuenta la orientación y el apoyo sociofamiliar, la amonestación, la libertad asistida y la prestación de servicios. Pero aun en este marco, los jóvenes deben ser responsables de las acciones que cometen.

Media medida

Lo cierto es que el problema es sumamente complejo. Actualmente, el sistema de responsabilidad  no sabe qué hacer con la cantidad de menores que ya son responsables de delitos ante la ley, que están procesados o institucionalizados. No hay un verdadero sistema que les brinde alternativas de tratamiento, ya que los psicólogos contratados –y asalariados- en el sistema no hacen más que entrevistar a los menores, e informar; nadie interviene ciertamente.
No hay un programa de escolarización de adolescentes en conflicto con la ley, ya que en general las escuelas no pueden dar una respuesta a sus necesidades especiales. Con justo reclamo, directores y docentes se quejan de no saber qué hacer con ellos: son alumnos que tienen una experiencia de vida diferente, y la escuela pública no logra generar en ellos los hábitos mínimos para compartir un aula. Tampoco ha habido un proceso previo para los jóvenes en conflicto con la ley, que los aparte del consumo de drogas. Es decir que la escolarización se complica aún más, y termina siendo una expresión de deseo.
El tema del consumo de drogas en los menores viene a ser el eje transversal que complica toda decisión posible: ni la nación ni la provincia pueden dar una respuesta cierta para evitar el consumo de sustancias. Los programas verdaderos son de índole privada, y por lo tanto cuestan dinero. La salud pública sólo puede brindar la internación en un hospital psiquiátrico, que siempre es provisoria e inútil, ya que únicamente evita una sobredosis en el instante en que se lo asiste.
Los CEPEDEN, instituciones provinciales dedicadas a asistir a menores en riesgo y defender sus derechos, están absolutamente desbordados y hay en ellos dos tipos de profesionales: los que forman parte de la desidia del funcionario público promedio, y aquellos que realmente trabajan y están al borde del colapso nervioso por falta de recursos y verdadero sostén en sus tareas.
¿Y entonces qué? ¿Qué hace el sistema con los jóvenes plenamente responsables ante una ley específica, es decir los que tienen entre 16 y 18 años? ¿Logra implicarlos éticamente, es decir consigue que ellos sepan que son responsables de haber producido un padecimiento a otra persona? ¿un padecimiento que existe por más que ellos -en el momento del hecho- lo hayan hecho mirar hacia abajo para no verle los ojos, y así no hacerse cargo de que el encañonado era también una persona?
No. Lo más frecuente es que el personal a cargo haya caído en la inacción, que genera mitos urbanos todos los días: la gente dice por la calle “los agarraron pero no les pueden hacer nada porque son menores”, o “entran por una puerta y salen por la otra”. Señores: este flagelo no es un monopolio de los menores. Los delincuentes mayores también entran por una puerta y salen por la otra. Lo hacen los asesinos confesos de cuarenta años, cuyos crímenes no han tenido la suerte de ser registrados por las cámaras de televisión. Lo hacen los narcotraficantes con suficiente poder como para asustar a jueces y fiscales. Si el problema del país es que los delincuentes -incluidos violadores, abusadores, torturadores de ancianos y vendedores de cocaína- permanecen en libertad con aval de la justicia y de la policía en muchos casos, nuestro problema no es la edad de los agresores. Los jóvenes de 14 años son un problema menor, y el juez tiene herramientas para privarlos de la libertad si han cometido un delito grave. Por supuesto, si el juez quiere.

Cuatro gatos

Una encuesta realizada recientemente en la ciudad demuestra que la mayoría de los habitantes avala que los menores de 16 años se hagan responsables de los delitos que cometen, pero también es altísimo el porcentaje que sostiene que se necesitan para ellos programas especiales que permitan su reinserción en la sociedad.  Ahora bien: ¿qué es reinserción en la sociedad? Es decir: ¿qué piensan hacer con ellos los mismos que no saben qué hacer con los “responsables”, es decir los que tienen 16?
Nada es fácil. No habrá ningún pase mágico que mejore esta sociedad desarticulada con una simple resolución que agregue carpetas en un tribunal que no funciona con las que ya tiene. Lamentablemente, la magia no existe.
Porque si existiera, no sería posible que delincuentes mayores introdujeran en el delito a niños de 8 o 9, a quienes entrenan para ingresar a las casas por pequeñas ventanas. Si la magia existiera, no sería posible que una policía poco formada no supiera qué es lo que debe hacer con un menor al que detiene en flagrancia, y tampoco aceptaría que con una llamada telefónica se le indique la libertad que no corresponde. Una policía formada sabría cómo tratarlo, y sabría a quién recurrir para que siguiera el curso legal de los hechos, y se produjera una intervención positiva del sistema judicial. A veces es más fácil decir “no se puede hacer nada”, que tener que hacer “eso” que sí se puede hacer, pero da trabajo.
Si existiera la magia, habría directores de escuela y docentes preparados para recibir a jóvenes que han cometido un delito a los 15 años, y necesitan conocer otra alternativa de vida que no sea más de lo mismo: una escuela que invente cómo hacerlo, sin convertirse en una cárcel para jóvenes, que no es la idea.
Si existiera la magia, alguien sabría qué hacer, o al menos presentaría un proyecto que indique concretamente en qué van a consistir esos programas especiales para chicos de 14 años, quién los va a pagar y cómo. Alguien que demuestre que no van a ser tan inoperantes como han sido hasta ahora con los de 16. Porque si no, se terminará dando por acreditado que lo que pretende el anuncio es patear la pelota afuera, decir que se ha hecho algo contra la inseguridad, y trasladar el problema al año que viene, cuando seguramente tampoco se sabrá qué hacer.
Quizá, para minimizar los problemas de la delincuencia juvenil, se podría comenzar por evaluar a quienes integran inmerecidamente sus fueros específicos, sin aval de conocimiento ni vocación de servicio. Se podría intervenir por fin en la distribución de drogas entre esos mismos menores, ya que los estudios han demostrado que si bien hay algunos que roban para comprar drogas, muchos roban para pagar lo que ya han consumido, es decir son personal cautivo de grupos mafiosos de mayores. Otros, finalmente, utilizan las sustancias para darse un valor que no tienen y cometer delitos violentos contra la población, y no ya contra la propiedad.
De lo contrario, ¿qué haremos con imputarlos? ¿Pases mágicos para borrar su pasado? No se puede más que sonreír.