El día 27 de enero se conmemoró, a nivel mundial, el Día de la Shoah, instituido en esa fecha recordando el día de 1945 en el que el ejército soviético llegó a liberar el criminal campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Pero mucho fue lo que pasó para que la Alemania nazi pudiera terminar asesinado a —cuando menos— seis millones de personas.
Esta conmemoración se da en momentos en los que, para vergüenza de todo ser con conocimiento y convicción del valor del estado de derecho, la Corte Internacional de Justicia eleva un pronunciamiento en referencia a lo solicitado en dicho fuero por el fallido estado de Sudáfrica.
Este pronunciamiento, en rigor, no condena en Israel, tal como se lo quiere presentar en los medios y en el discurso de una parte de la dirigencia política mundial, particularmente en Europa. Lo que sí hace, es exponer una serie de conceptos que lo que pretenden es dar lecciones de moral política en el contexto de una cruenta guerra. Una guerra que Israel no buscó, y que es el fruto agrio del pogromo del 7 de octubre de 2023.
La conmemoriación de la Shoah debería hoy plantear preguntas sobre el pasado, cuyo análisis se aliviana explicándolo como una sencilla ecuación: nazis/judíos. Pero fue mucho lo que pasó para que la monstruosidad del Holocausto fuera tan fecunda. A partir de la sanción de las leyes raciales promulgadas por el régimen nazi en 1939, que el reloj corría y se debían salvar vidas, era obvio.
En ese momento, nadie empleaba el término «judeofobia» pero, que la había, la había. Miles —quizás, millones— se hubieran salvado si el mundo les hubiera acogido. El presidente argentino Roberto Ortiz emitió una resolución —la Circular 11— de carácter confidencial que prohibía el otorgamiento de visas a familias judías. En 1939, 900 familias judías partieron de la Alemania nazi en dirección a La Habana, Cuba. Al llegar, las autoridades de dicho país les impidieron descender y los enviaron de nuevo a Alemania. La frase «yo, argentino» es atribuida, por el rabino Daniel Goldman, al pogromo de judíos en el país en la semana trágica de 1919, durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen. No fue menor el rol de los empleados de los ferrocarriles que transportaban a los desplazados a los campos de exterminio: los historiadores modernos sugieren que, sin el transporte masivo aportado por los trenes, la escala de la «solución final» hubiera sido completamente diferente, ya que ésta dependía fundamentalmente de dos factores: la capacidad de los campos de exterminio para «gastar» a las víctimas y «procesar» sus cuerpos lo suficientemente rápido, y la capacidad de los ferrocarriles para transportar a las víctimas de los guetos nazis en la Europa ocupada y los guetos judíos en la Polonia ocupada por los alemanes en determinados lugares de exterminio. Los números más modernos y precisos en la escala de la «Solución final» aún se basan parcialmente en los registros de envío de los ferrocarriles alemanes.
Está claro que hubo algo más que lo que hicieron los condenados en Núremberg que hizo posible esta monstruosidad. Y aun vive, y está entre nosotros.