La situación que deviene de la designación de Jorge Mario Bergoglio como dignatario mayor de la Iglesia Católica ha conmovido a la Argentina, al peronismo y al mundo. Quizá sea el diario La Tercera, de Chile, el que más ha dado en el punto. Dice el diario transandino: “El encanto que ellos generan -por los argentinos-, aunque nunca lo confesemos, ya nos gustaría tenerlo. Y no sabemos cómo hacerlo (…) Personas que en distintos ámbitos son destacadas a nivel internacional; el Papa Francisco es un ejemplo más, “porque sería un dios, un grande, el mejor”. Algunos dicen que esto tiene que ver con nuestra baja autoestima (la de los chilenos), que no nos creemos el cuento. Que nos carga ver el éxito ajeno y por eso castigamos al que lo alcanza. ¿A quién le ha ganado? ¿De dónde salió éste? ¿Qué se cree? Claro, uno podría decir que los argentinos tienen demasiada autoestima. Pero les resulta, ellos sí se la creen y generan héroes. Y por eso generan personas que llaman la atención en todo el mundo, mientras los chilenos no encantamos a casi nadie. Ni siquiera a nosotros mismos”. Cruel confesión, por cierto.
Papa Francisco I mediante, Argentina se coloca como un primus inter pares de notable factura con otras naciones del mundo y aun por encima de grandes potencias, que ahora tienen ante sí al interlocutor de una grey de 1.200 millones de personas, lo que sin duda hará sentir su impacto en los cinco continentes en un diálogo ecuménico con los poderosos del planeta.
La llegada de este descendiente de italianos al trono de Pedro no es una simple voltereta del destino: marca a fuego, en una parábola nada curiosa si se analiza la historia de esta extraña tribu Italiana que habla español que somos los argentinos. En el origen mismo de la patria y su construcción, los genoveses fueron los primeros italianos asentados en Buenos Aires. Si nos remontamos a 1810, había 42 de ellos en la ciudad; años después, con motivo de las sangrientas revueltas de 1820 y 1821, ya incorporada Génova al Reino de Cerdeña, muchos se asilaron en las Provincias Unidas del Río de la Plata, más precisamente en la boca del Riachuelo por entonces puerto de ultramar, donde constituyeron una población exclusivamente de ligures.
Refiere Nícolo Cúneo que en 1838, cerca de 8.000 poblaban sus costas, 3.000 de los cuales se dedicaban a la navegación. En esa época, el puerto de Buenos Aires estaba bloqueado por la flota francesa, obligando a los genoveses de la Boca, para eludirlo, a ondear en sus mástiles el pabellón de la Casa de Saboya, lo que al Gobernador de Buenos Aires y Representante de las Relaciones Exteriores de la Confederación, Don Juan Manuel de Rosas, le resultaba de gran utilidad.
De esta forma, los genoveses convirtieron al hoy pintoresco barrio de La Boca, en un pequeño puerto italiano, con sus típicas casas de madera y chapa multicolores, absorbiendo con sus goletas, tartanes y otros navíos, la casi totalidad del comercio internacional de nuestro país, y llegando con sus embarcaciones hasta los Estados Unidos, las Antillas y Brasil. Eso provocó la aparición de gran cantidad de astilleros, armadores y almacenes navales, que en 1864 produjeron la botadura del primer vapor a ruedas, el “Félix Colón” que, adquirido por el Gobierno, participó en la Guerra de la Triple Alianza con el nombre de “Itapurú”.
Desde el inicio se integraron y combinaron oportunidad y esfuerzo, aprovechando la crisis con el criterio que el término tiene en mandarín: el de “oportunidad”. Entonces, no es casual, no es capricho, no es geografía generosa ni buena fortuna en el reparto de fortalezas y virtudes: hay una historia que explica el brillo argentino que chilenos y otros envidian. Envidia que ha sido categorizada por Jorge Bergoglio, hoy Francisco I, el papa argentino, como una enfermedad que corroe las entrañas sociales.