Mucho de lo que ocurre a vista de la sociedad se explica por un registro que no provee la crónica: lo señala la historia. La toma del Palacio de Invierno, ícono de la revolución rusa, es el sueño de toda organización antidemocrática y anticapitalista. Se le une otro enorme símbolo: el del combatiente mártir que cae en la lucha contra el capital y el poder, y señala con su martirio el ejemplo de los luchadores populares en el camino revolucionario.
Esa necesidad política volcada en los hechos llevó a que la empleada doméstica Teresa Rodríguez, asesinada por una bala policial en el contexto de un conflicto del sector docente en Plaza Huincul, fuera convocada a representar la figura del mártir político. Pero resulta que Teresa Rodríguez no estaba manifestándose en el lugar, sino que sólo pasaba rumbo a su trabajo. Sin embargo, las organizaciones sociales y sindicales no dudaron en utilizarla como bandera de lucha, retorciendo los acontecimientos hasta reducirla al símbolo que necesitaban. Hoy sus padres reclaman: “A Teresa la mataron cuando los maestros hicieron un paro, y ellos la tendrían que recordar, pero lo que de verdad pasa es que no la recordaron nunca más”.
Cuando la sangre mediático-política de Teresa Rodríguez finalmente secó, fue reemplazada por la del docente Carlos Fuentealba, quien murió por el disparo de una granada de gas lacrimógeno que impactó de lleno en el Fiat 147 en el que algunos docentes se retiraban de un corte de ruta. Fuentealba había elegido como conducta personal no participar de los cortes, pero ese día reemplazaba a su esposa, que sí participaba de las medidas. Fuentealba era un docente sin militancia política, y no tenía nada que ver con un revolucionario en los términos que emplea la izquierda argentina.
La misma idea del martirologio y la toma figurativa del Palacio de Invierno crean el escenario inicial. El otro extremo puede ser cualquier política gubernamental que pueda ser denunciada como la negación de los derechos reivindicatorios de los pobres y desposeídos, o una que lleve a la clase media al borde mismo de su extinción, tópico este que se repite como mantra desde hace más de cincuenta años en la Argentina, y que no ha podido probar tener una pizca de verosimilitud, toda vez que la clase media argentina es dura como un diamante y flexible como un junco.
Ahora bien, ¿por qué, siendo las acciones sobre el Congreso, una película de pesadilla vista en otras ocasiones, no se actúa preventivamente, toda vez que ya sabemos cómo empieza, como se desarrolla y cómo termina? Pues hay un síndrome político que lo explica: se sigue sosteniendo que la carrera a la Presidencia de la Nación por el voto popular de Eduardo Duhalde fue frustrada por el asesinato de Kosteki y Santillán. En ese predicamento concurren dirigentes con responsabilidades, como la gobernadora de la provincia de Buenos Aires María Eugenia Vidal, y el jefe de Gobierno de CABA Horacio Rodríguez Larreta; ambos comparten el mito que indica que un muerto en ocasión de acciones políticas en la calle haría fracasar sus carreras políticas y la ambición presidencial de ambos.
El daño sistémico que provocan estas organizaciones -con o sin actores extranjeros- se tolera por la sola idea de que un muerto derrumba la carrera política de un presidenciable. En esa visión, dejar hacer y descargar en el Gobierno nacional la responsabilidad no es sólo una falta política grave sino una traición al mandato popular, que pide a gritos que esta impunidad consentida políticamente se termine.