La marcha de las asistentes al último Encuentro Nacional de Mujeres en Mar del Plata arrojó un resultado que puso en evidencia los niveles de violencia de la vida contemporánea. Con una acción de odio focalizada en la Iglesia Católica, un grupo que no ha sido debidamente identificado derribó la reja que protege a la Catedral de los santos Pedro y Cecilia, puso en riesgo la vida de los presentes, y se colocó, mediante una maniobra claramente orquestada, en el lugar de la víctima ante medios de comunicación siempre dispuestos a nadar en la superficie de lo observable.
Quienes exhibieron estos comportamientos reclaman por el fin de otras violencias, como la del aborto clandestino, la de la persecución de la legislación sobre quien decide abortar, y, por supuesto, contra el flagelo más obvio de estos tiempos, el asesinato de mujeres, que toma ya perfiles escalofriantes en Argentina. Sin embargo, resulta como mínimo paradójico que se utilice como vehículo de reclamo el mismo comportamiento que se rechaza y se busca desterrar socialmente.
En estos días, la organización pro derechos de las mujeres MU.MA.LA dio a conocer más casos que engrosan la estadística: el domingo 18 de octubre, en Las Catonas, Moreno, fue asesinada Erika Gisela González, de 33 años, por su ex marido, policía federal, quien la mató de 2 tiros y luego se suicidó disparándose en el pecho; tenían un hijo de 5 años. El martes 20 de octubre fue encontrado el cuerpo de Sonia Morel Escurra, de 25 años, en Villa Elisa, La Plata. Su cuerpo había sido enterrado en el patio de su casa, y arriba se había construido un pelotero, donde jugaban los niños. Su marido fue detenido, acusado de haberla asesinado en el mes de agosto. El femicida hizo circular la versión de que la mujer los había abandonado (a él y a sus 4 hijos) y se había ido a Paraguay, su país natal. Los vecinos sospechaban de esa versión y aseguran que el femicida había sido violento varias veces con la víctima. El jueves 22 de octubre se registraron dos femicidios en la provincia de Buenos Aires: Daniela Mazzarioli Paredes, de 27 años, en Ranchos, Partido de Gral Paz, provincia de Bs. As, asesinada por su ex marido, Gustavo Adorno Totino, quien no sólo mató a su ex mujer sino que estranguló a su hijo de 2 años. Cuando la policía ingresó al hogar, la mujer ya estaba muerta y el niño apenas respiraba, aunque lograron trasladarlo al hospital y salvarle la vida. Adorno tenía la restricción de acercamiento desde el 6 de octubre, y la justicia también le había ordenado que iniciara un tratamiento psicológico. El segundo caso en ese fatídico día fue el de Liliana Gotardo, de 51 años, una peluquera que, como todos los días, cerró su local en San Miguel a las 19 y se dirigía a buscar su auto cuando recibió 9 disparos por la espalda. Fue detenido su ex marido, Rodolfo Maguna, un suboficial del Ejército de quien se había separado hacía dos meses. La víctima, semanas atrás, había hecho una exposición civil para dejar constancia de la separación, pero no figura ninguna denuncia por maltrato o violencia, aunque su familia asegura que Gotardo recibía malos tratos constantemente, tanto agresiones físicas como el control que ejercía sobre ella por sus celos enfermizos.
Asistimos hoy, como espectadores aletargados, a tremendos niveles de violencia que el Estado no logra desarticular, porque a la miríada de leyes vigentes, más que suficientes, no le sigue una acción consistente que demuestre a la sociedad que el crimen tiene castigo. Sin punición posible, no hay ejemplaridad.