Suena extraño para una editorial de un medio masivo como N&P, titular con el nombre de un síndrome poco conocido y menos citado. No obstante, la disonancia cognitiva contribuye a explicar este momento crucial de la vida pública argentina: la lucha entre lo que es y el “deber ser”.
La teoría de la disonancia cognitiva de León Festinger dice que las personas nos sentimos incómodas cuando tenemos que sostener simultáneamente creencias contradictorias o cuando nuestras creencias no están en armonía con lo que hacemos. Cuando nos damos cuenta de tal incomodidad o tensión, las personas tendemos inconscientemente a recuperar el equilibrio para reducir la disonancia. Y para reducirla, podemos comportarnos o argumentar a favor de la decisión tomada, para darnos tranquilidad y convencernos del por qué de esas decisiones, dado que deseamos bajar el nivel de ansiedad que nos produce tal disonancia.
Esta distancia, entonces, entre lo que creemos y lo que hacemos, está simbolizada en estos días por los apaleamientos públicos que los medios han redefinido como “linchamientos”, y no es más que la consecuencia de un estado de las cosas que suele horrorizar a quienes viendo todo desde el prisma de lo correcto, se empeñan en hacer lo contrario.
La escuela penal abolicionista del derecho penal ha llevado a la sociedad a este estado de las cosas. Ejemplo de ello es lo que viene ocurriendo en el subte porteño. Allí, la impunidad de los conocidos como “pungas”, llevó a que los vecinos se organicen para enfrentarlos. El nodo bajo el Obelisco, donde conectan las líneas B, C y D, es uno de los puntos más peligrosos para los pasajeros. También la estación Catedral de la línea D. Y las líneas B y C están infestadas de pungas. Generalmente, se los reconoce porque usan un morral cruzado y un abrigo enrollado en el brazo. Siempre miran hacia abajo, para evitar ser reconocidos. Además de los pungas, están los arrebatadores, que se paran cerca de las puertas. Los pasajeros del subte porteño señalan que en el subte hay pungas argentinos, peruanos y colombianos. Pero el 70% son chilenos, del barrio La Bandera de la comuna de San Ramón. “Los mejores usan a Buenos Aires de escala para llegar a Europa, donde su meca es Milán. Para hurtar, usan técnicas de magia. Practican con un muñeco con campanas, tratando de sacarle algo del saco sin que suenen”, ilustran.
El año pasado, un informe del canal trasandino Chilevisión detectó a varios “lanzas” que robaban en el metro chileno ‘trabajando’ en el subte porteño. Incluso, hablaron con algunos. “A lo que hago no lo llamo robar. Es darse una buena vida con guantes blancos”, diferenció uno. Con cámara oculta, también mostraron cómo un policía que confundió al periodista con un punga en la estación Pueyrredón de la línea D le pidió: “¿Cuánto me querés pagar?”.
No es barbarismo lo que ocurre, es disonancia cognitiva. Es divorciar lo que se piensa de cómo se actúa, y justificar lo último con argumentos de dudosa legitimidad. Esta sociedad, que padece esta afección moral, es la misma que reclama al Estado porque no hace lo que debe. Complejo dilema, y en evidente progresión.