La historia de la Feria del Libro Mar del Plata Puerto de Lectura ya tiene unos cuantos años, pocos de los cuales pueden ser recordados con orgullo por nuestra ciudad: su organización siempre estuvo plagada de dificultades, luchas de egos y falta de respuestas por parte del municipio. Ahora, a este triste cuento suma un nuevo capítulo. Quizás, el más decepcionante de todos.
La que se va a dar este año no es la primera edición de la Feria del Libro que estuvo a punto de suspenderse. Más bien, todo lo contrario: siempre pareció, año tras año, que este evento de la cultura estaba más cerca de desaparecer que de otra cosa. Hubo un momento en que el grave problema fue el costo de la carpa porque —recordemos— allá lejos y hace tiempo, cuando el evento era solamente una patriada de los libreros en conjunto con el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos —sí, hasta un reloj roto da la hora bien al menos dos veces al día— la Feria del Libro de Mar del Plata se hacía en una carpa situada en alguna plaza.
En una ciudad en donde no existía un espacio público capaz de albergar este tipo de eventos, el problema de dónde ubicar los stands con los libros y un par de auditorios en donde dar las charlas siempre era tema de preocupación y debate hasta que, un buen día, se decidió hacer algo con el abandonado edificio de la Estación Terminal Sur. En ese momento, la política vio una luz al final del túnel y puso, en el pliego de concesión, una condición: que este lugar, una vez renovado, debía albergar, a posteridad, la realización de la Feria del Libro Mar del Plata Puerto de Lectura. ¿Genial, no? Pero el problema es que vivimos en la ciudad de los mediocres de Russak y, lo que arreglaron con la mano, lo destruyeron con el codo: le dieron el espacio a Aldrey, el hombrecito que odia a los libros.
Desde que Aldrey se apropió del espacio al que le puso unos carteles con su nombre —cuyo tamaño es inversamente proporcional al de su amor propio y su ego—, no hubo más que problemas a la hora de intentar cumplir con lo que dice el pliego y hacer la Feria del Libro en el lugar que corresponde. ¿Cuáles son los argumentos de este ser miserable, que se adueñó de una estatua de Botero para ponerla prácticamente en la puerta de su oficina, y se hizo vacunar de forma irregular en medio de la peor pandemia que el mundo ha visto en el último siglo? Bueno, que los libreros venden libros. Hasta ahí llega su visión. Como los libreros venden libros, y por lo tanto están «haciendo un negocio», a él le debería tocar algo. Cualquier cosa. Reclama estupideces como que alguien pague los gastos de electricidad que corresponden a los días en que se realiza el evento. Ese nivel de miseria. Ese nivel de mediocridad.
Que a Montenegro no lo íbamos a ver muy seguido con los pantalones puestos cuando Aldrey anduviera cerca, es algo que todos sabíamos desde que los enormes carteles amarillos y rojos con su nombre volvieron a colgarse en las paredes del shopping. Ahora, el intendente cedió una vez más e, incumpliendo lo que establece el pliego de concesión del Centro Cultural Estación Terminal Sur, determinó que la Feria del Libro se realice en el derruido Centro Cultural Osvaldo Soriano, el cual alberga también a la biblioteca Leopoldo Marechal. Dicen que arreglaron el edificio. Más allá de eso, cómo se van a arreglar para situar stands y charlas en ese espacio, es un misterio. Hay rumores de que están desmantelando la planta alta de la biblioteca, ¿será así? Ojalá les salga bien, y podamos disfrutar de la feria que se nutre en buena parte del trabajo de los bibliotecarios municipales que, en cada oportunidad, se ponen —como suele decirse— el team al hombro. Pero ese no es el punto: el punto es que, otra vez, las instituciones de nuestra ciudad se agachan ante los caprichos de un personaje nefasto cuyo único poder es decidir qué se publica en un diario que es tan serio, que en un momento publicó que al ARA San Juan ya lo habían encontrado.
En Irak, cuando cierran los bazares, los puestos de libros dejan su mercadería en la calle. Los libreros iraquíes tienen un dicho: el ladrón no lee, y el hombre culto no roba.
A este hombrecito miserable que se cree dueño —por sólo nombrar algunas cosas— de Las Toscas, de parte de la rambla, de una estatua de Botero, de vacunas que eran para otra gente y del Centro Cultural Estación Terminal Sur, ¿alguna vez alguien lo vio con un libro en la mano?