La sangre derramada

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Argentina vivió tres décadas en las que la violencia armada fue el instrumento para la acción política. Se buscaba imponer el derecho por la fuerza, que, tal como enseñó Sarmiento, es el derecho de las bestias. Esa violencia comenzó a ser juzgada con el histórico juicio a los ex comandantes en 1984, impulsado por el ex presidente Raúl Alfonsín, y se detuvo luego de la asonada de Semana Santa liderada por Aldo Rico, dando lugar a las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.

El indulto a los condenados, concedido por el ex presidente Carlos Menem en nombre de la pacificación nacional, cerró un cuadro que parecía definitivo. Pero no lo fue: la impensada llegada de Néstor Kirchner a la Presidencia de la Nación volvió a cambiarlo todo, y de allí en más, en todo el territorio nacional hay juicios por los hechos ocurridos en aquellos años que revelan páginas de inconmensurable horror.
Nada es tan lineal como suele ser presentado, toda vez que se juzga a sólo un grupo de actores, aquellos que, articulados por el Estado, llevaron adelante la represión oficial que se cobró -así lo señala Héctor Leis, ex dirigente montonero- la vida de unas tres mil personas, y no treinta mil, cifra que el propio Leis admite haber inventado en 1979 en Holanda, en una reunión con organizaciones de izquierda, para lograr apoyo y sustento económico para quienes desde el exilio combatían la dictadura de Videla. Sin embargo, nada parece ocurrirá con los crímenes perpetrados por la organizaciones armadas ERP y Montoneros; ni siquiera, como reclama el CELTYV, por aquellos eventos colaterales que se llevaron la vida de mil noventa y cuatro compatriotas que nada tenían que ver con la guerra en curso.
Tanto horror parece haber dejado enseñanzas, cuanto menos en relación al valor del orden democrático. No obstante, la violencia sigue estando presente en la vida de los argentinos, y es dable observar la reluctancia de las organizaciones de derechos humanos a comprender y ligarse a los desafíos del presente. Desde 1991 hasta 2009, año de la última estadística oficial dada a conocer, hubo un promedio de siete muertes violentas por día. Cincuenta y cuatro mil asesinatos.
El Estado no brinda información actualizada en ninguna de sus jurisdicciones, pero el recuento periodístico revela que en Mar del Plata, por caso, al día de la fecha (05/10/14) hay que contabilizar cuarenta y nueve personas asesinadas en lo que va del año. El caso del taxista Rubén Cufré provocó, tal como ocurre en cada ocasión en que un trabajador del volante muere, el consiguiente alboroto, que luego concluye en nada. No hay víctima que impacte en los colectivos políticos o sociales que hacen de la vigencia de los derechos humanos su razón de ser. Han establecido una subversión de la prédica marxista, retorciéndola al punto de sostenerse que la muerte es el precio inevitable a pagar por una indudable inequidad social. Esta perversión deja en el lugar del martirio a los luchadores populares románticos de las décadas pasadas, y transforma en epígono de la cueldad del capitalismo al vecino de a pie, sujeto del común que es robado, humillado, mancillado y asesinado por una delincuencia feroz que hace a sus anchas y conoce los códigos procesales mejor que nadie.
Tal como subrayara recientemente en delcaraciones vertidas en la radio 99.9 el fiscal Rodolfo Moure, las organizaciones de derechos humanos no se acercan a las víctimas del delito, por aberrante que sea lo que han sufrido a manos de sus victimarios: las “víctimas estructurales”, bajo esta visión, son las únicas y auténticas víctimas. En este perverso equívoco yace una de las simientes de tanta sangre derramada.