Es una estación extraña esta primavera árabe, plagada de sangre y dolor. Es difícil comprender lo que ocurre; en busca de claridad, debemos recurrir a la historia.
“Siria es un país árabe de población mayoritariamente sunita, pero que cuenta con dos minorías importantes, una cristiana y otra alauita; cada una da cuenta de aproximadamente un 10% de la población”, detalla Ámbito Financiero. Los alauitas (unos dos millones, concentrados sobre todo en Siria, pero también en el extremo sur de Turquía, en el Líbano e Irak) son una rama peculiar dentro del Islam, al punto que relativizan como alegorías algunos de los cinco pilares básicos de la fe, como la obligatoriedad de las cinco plegarias diarias, el ayuno en el Ramadán o la peregrinación que debe realizarse al menos una vez en la vida a La Meca. Asimismo, tienen una visión muy particular en términos de reencarnación de las almas. Por estas razones, muchos musulmanes la consideran hereje. Sin embargo, su doctrina tiene fuertes puntos de contactos con el chiísmo, lo que convierte a sus miembros en aliados naturales contra los abrumadoramente mayoritarios sunitas.
Una peculiaridad de Siria es que la comunidad alauita, concentrada en el oeste del país, sobre todo en la costa del Mediterráneo, en torno de la ciudad de Latakia, controla, pese a su escaso número, los principales resortes del Estado. Esto es así desde que Hafez al Asad, padre del actual dictador Bashar, se hizo con el poder en 1971. No sólo ocupan desde entonces la cúspide del régimen del partido Baas (socialista y panárabe, ideología ideal para diluir una identidad minoritaria y sospechada) sino también puestos clave en las Fuerzas Armadas y los servicios de inteligencia. Ese nexo entre alauitas y chiítas explica el nudo de la alianza antiisraelí más potente: la que incluye al régimen teocrático de Irán, al régimen de Al Asad y al partido-milicia chiíta, Hizbolá, un verdadero Estado dentro del Estado en el Líbano.
Así las cosas, el núcleo de la oposición política y militar a Al Asad está compuesto por miembros de la mayoría sunita, en buena medida desertores del Ejército, pero también izquierdistas, militantes de base y, fundamentalmente, islamistas extremistas. Esto explica que Israel haya atacado recientemente supuestos arsenales iraníes destinados a Hizbolá a través de territorio sirio pero sin ir a fondo en su ofensiva. Su objetivo es valerse de la actual crisis para poner fin a una práctica de casi tres décadas pero que hoy, con la posibilidad de que ese flujo incluya armas químicas, misiles sofisticados y hasta material nuclear persa, adquiere perfiles muy amenazantes. Más claramente: Al Asad es para el Estado judío un enemigo jurado, pero uno que, al menos hasta el inicio de la revuelta en 2011, garantizaba el control del territorio y los arsenales sirios; lo que pueda ocurrir después de su eventual caída es un escenario que se escruta con enorme preocupación, sobre todo por el poder dentro de la coalición opositora de la Hermandad Musulmana, el capítulo sirio de la cofradía que se hizo con el poder en Egipto tras el derrocamiento de Hosni Mubarak.
Lo que está en juego está claro; lo que no está claro es cuánta más sangre costará.