Desde el inicio de los tiempos, la violencia acompaña las acciones de la humanidad. Ha sido instrumento de cambio, sometimiento, puja de poderes, y destrucción.
Esa puja por la violencia ha sido el método de los poderosos para crear reinos, imperios y moldear la cultura de los pueblos. Con los siglos, la violencia entre facciones, entre grupos étnicos, se dio hacia dentro de las propias sociedades por motivos religiosos, de disputa económica entre facciones, o como reclamo de cambios sociales y políticos.
La caída del muro de Berlín que sepultó el imperio soviético, heredero del imperio de los zares, precipitó un nuevo orden mundial que pareció, por un breve instante, consolidar el poder de Estados Unidos como única potencia y modelo a seguir. A una velocidad inusitada, los cambios de paradigma se dan, no ya entre naciones o grupos de poder, sino trasversalmente en sociedades que reclaman otro orden en el reparto de la riqueza.
Los sucesos de Chile, Bolivia, Cataluña, Francia, Hong Kong y Líbano así lo revelan. No es la debilidad institucional de las naciones de Sudamérica en particular, como podría creerse a través del análisis de los expresado en los medios locales por los analistas. Las creaciones tecnológicas que aparecieron desde la década del 1990 hacen al mundo mucho más horizontal que lo que nunca fue en el pasado.
Hay un hilo conductor en todos estos hechos. Inició con la fallida primavera árabe, un movimiento que se conectó por medio de las redes sociales luego de que un modesto vendedor de frutas y verduras, Mohamed Bouazizi, se inmolara en protesta a la presión de la policía que lo expoliaba indebidamente para poder trabajar. El hilo conductor es la red de redes y las aplicaciones que surgieron en el Silicon Valley: Messenger, Twitter, Facebook, Whatsapp, son instrumentos de armado de acciones públicas que inician con pequeños reclamos y que confluyen en movimientos impactantes en la vida de las sociedades.
Es obvio que, en cada caso, la presión social está acompañada del riesgo de los anti sistema, como es el caso de los black block, que desarrollan métodos de acción violenta, habituales en Europa pero, como queda expuesto tras los sucesos en Chile, presentes globalmente.
Bolivia tiene características propias: su violencia es ancestral y ha acompañado la vida política del país desde siempre. Doce presidentes han sido asesinados en el país desde su nacimiento como nación. El uso de la violencia no ha sido, en líneas generales, sólo una prerrogativa del estado. Hoy, la partida de Evo Morales deja expuesta una vez más esa violencia intrínseca de una cultura que valora las armas como instrumento de la política.
No hay algo nuevo en materia de rebeliones populares: lo nuevo son los instrumentos digitales que hacen horizontal el esquema de reclamo y provocan desafíos que los gobiernos no hallan cómo enfrentar adecuadamente. No hay nada nuevo, salvo la tecnología. Los parámetros de las acciones y reacciones son parte de los rituales de disputa del poder desde que la humanidad se reconoce a sí misma como tal.