Es un hecho que desde la catástrofe económica que significó el ajuste de variables que se conoce como “Rodrigazo” en 1975, nunca más la Argentina encontró el modo de ordenar su macroeconomía, y sufre, al vaivén de los eventos mundiales, oscilaciones económicas que 35 años de democracia no han podido resolver. Treinta y cinco años es un tiempo demasiado breve en la historia de la Humanidad, una nada misma en la historia de las sociedades. De China, nación milenaria colapsada durante dos siglos, suele decirse que extravió 200 años, pero ha vuelto a ser una nación y un poder de impacto mundial, cuestión que efectivamente es.
La construcción de un esquema de acumulación económica con eficiencia distributiva y justicia tributaria es una novedad en el pensamiento argentino. En la semana que concluye, el presidente Mauricio Macri señaló en voz alta que los argentinos pagamos impuestos muy altos y es necesario actuar políticamente y trabajar para cambiar dicho paradigma. Lo dice un Presidente cuyo gobierno eleva un presupuesto para 2019 que implica alza de impuestos y arrastra en ese predicamento un estrechamiento de la opción requerida para hacer de Argentina un país más justo. No es una contradicción; es una exposición de la realidad y el impacto que tiene sobre los argentinos una economía macroeconómicamente dependiente de los flujos de capital exterior y una sociedad que atesora en moneda extranjera. Argentina es, en ese aspecto, único en su tipo, junto a Turquía y Rusia, en donde las poblaciones locales desprecian su moneda y ayudan a mantener las variables fiscales de Estados Unidos estables, en medio del desquicio de la macro de la Unión americana.
Hoy luego de 25 años de democracia, un gobierno no peronista se prepara para la reelección, dentro de un escenario político complejo en el que la alianza Iglesia-peronismo se expone en la basílica de Luján y hace tabla rasa con el sentido común, aupando a millonarios que hablan de los pobres como si hicieran algo por ellos salvo enriquecerse a costa de los más desposeídos y vulnerables.
Esta situación de repitencia e incapacidad para salir de este permanente “Día de la marmota” se debe a la persistencia de un modelo de país que por la distribución del poder provincial lleva a que el Senado esté dominado por el conservadurismo ideológico, travestido de justicialista pero hijo de los padres del fraude patriótico. Ningún gobierno que no haya sido de signo peronista ha tenido mayoría en el Senado; este diseño político nace en el siglo XIX con la llamada Liga de gobernadores, que fue central en aquellas prácticas impropias vinculadas a la Curia y al poder militar, para manejar el país a como diera lugar. Cambiar esa dinámica, más que una ambición política, es una necesidad cultural, una maniobra indispensable para salir del pantano.