Una constante en la cultura argentina es creer que todo lejano lugar, en nuestro imaginario, le permitirá a quienes emigren vivir ajenos a las preocupaciones que nos agobian en el interminable día de la marmota en el que vivimos.
La sistemática destrucción de la moneda de nuestro país ha llevado a la cultura bimonetaria que, desde aquellas palabras de Juan Domingo Perón en el balcón de la rosada de “quien ha visto un dólar”, hasta hoy, cuando es literalmente imposible que alguien no sólo no lo haya visto, sino incluso atesorado, la reiteración de un camino de errores repetidos sine die nos colocan al borde una nueva crisis terminal.
El espacio que queda es cada día más finito. Carlos Melconian —quien contribuyó enormemente a desgastar al gobierno de Mauricio Macri en su pelea con Federico Sturzzeneguer— señaló en estos días: “el ministro Guzmán debe dejar de mentir”. Por su parte, Miguel Ángel Broda asevera que, en 2021, el Banco Central de la República Argentina no tendrá dólares para soportar el funcionamiento de la economía del país. La mesa está servida, y el menú no es agradable.
En una situación en donde la pandemia no ha hecho más que agravar los parámetros ya complejos de la economía, no hay rumbo. Atrapados ideológicamente y alineados con el eje Venezuela-Cuba-Nicaragua-Irán el gobierno alucina con una decisión de los Estados Unidos que dé el visto bueno del directorio del FMI para regar las exiguas arcas del Estado con dólares frescos.
No va a ocurrir. El gobierno que asume en las personas de Joe Biden y Kamala Harris es, esencialmente, un gobierno estadounidense. Parece de Perogrullo decirlo, pero la patética idea de un gobierno de la unión americana que se aparte de los criterios establecidos es sólo un entretenimiento para círculos o grupúsculos más aficionados a la política-ficción que a la realidad.
En estos días se conocieron datos comparativos que develan el enorme peso del Estado en la Argentina. El costo del parlamento es cuatro veces superior al costo de las monarquías británica y española en conjunto. Los estamentos de poder en nuestro país se han vuelto una nomenklatura oligárquica que cargan los ciudadanos de apie sobre sus espaldas.
Argentina da, en esta era, pasos enormes desde el establecimiento de la democracia. Es el resultado de años de lucha cívica por imponer un criterio republicano soportado por el voto popular. Estas generaciones rompieron el vicioso círculo de la alternancia “cívico-militar” que se llegó a naturalizar. La apertura a la discusión de la naturaleza educativa en el país, y esencialmente la formación de los educadores, es un dato de enorme salud cívica. La trampa que buscaron tenderle a la ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires Soledad Acuña, estalló entre los dedos de quienes creyeron que la llevarían a renunciar.
Hay un proceso de cambio. Aún no parece ser advertido por dirigentes y medios. Fluye como savia nueva entre la ciudadanía que se determina a una nación republicana, cívica, y alineada con los principios constitucionales que establecieron en 1853 nuestros padres fundadores.