La situación que atraviesa la sociedad argentina en materia de inseguridad es percibida claramente como devastadora por toda la población, con independencia de su status social y posicionamiento político. La percepción no es producto, como se ha pretendido, de la actitud de los medios o de ciertos sectores políticos que están por la denominada “mano dura”, sino que está dadas por lo que efectivamente ocurre, un escenario cruel nutrido a base de la visión perversa y subvertida de entender al crimen y a sus perpetradores como las únicas y auténticas víctimas de la tragedia social.
Un ejemplo de ello es el Sindicato de Detenidos Privados de su Libertad Ambulatoria, creado en el tiempo récord de cuarenta y ocho horas en una unidad penal, y formalizado por el apoyo de la CTA. Esta novedosa organización hace medios y expresa el discurso dominante que atribuye el delito y el crimen a la violencia que los de arriba ejercen sobre los de abajo. Hay hoy una pirámide invertida que coloca a quien hace daño por encima de quien recibe el daño. La perversión del pensamiento que esto implica es pavorosa y se paga en muertos y despojados a diestra y siniestra, diariamente. El cambio de tendencia sólo es posible ejerciendo con valor una prédica democrática que restablezca criterios de sentido común (valores), unos que vienen desde el origen de los tiempos en la conducta humana.
El orden es democrático; no hay democracia sin orden y claros mensajes sobre deberes y derechos -e invierto aquí de ex profeso el hábito que tenemos de hablar de derechos primero, y obligaciones después-. Es hora de restaurar el criterio de obligación, la propia y la de todos. No es que nos colocamos el cinturón de seguridad porque si Tránsito nos sorprende, nos multa… Es por el valor de nuestra propia vida, y por la obligación de preservar el valor de nuestra propia vida en relación a los terceros que nos aman, padre, madre, hijos, amigos, quienes fueran.
Y el enunciado anterior vale para todo: no reconstruiremos el contrato social si no nos hacemos cargo de nuestras obligaciones para tener el poder moral de reclamar nuestros derechos.
Hay en este demérito actual un algo más: la penetración de la droga en la sociedad, y la aceptación social que ello conlleva. Hay mucho más consumo de droga que el que a simple vista advertimos. Padres que fuman porro ante sus hijos, madres haciendo tarea preescolar compartiendo un porro como un rito cómplice; la posición de quienes participan hoy de una auténtica cofradía de consumidores habituales está extendida a lo alto y lo ancho de la escala social. El discurso despenalizador de Eugenio Zaffaroni y sus seguidores ha relajado toda autoridad legal sobre la cuestión de manera lamentable, y digo lamentable porque es evidente que altera criterios básicos sobre el bien y el mal, contamina esencialmente el debate e introduce la idea de que quien no se droga, o se pierde de algo, o es “facho” o “careta”, etiquetas que en la sociedad argentina nadie quiere llevar colgadas en su espalda.
Vivimos una alteración de los sentidos, que inficiona el discurso social y provoca un daño irreparable del tejido político y cultural de la sociedad.