Pasaron 40 años desde el retorno de la democracia en la Argentina. En ese momento, votamos para expulsar a los demonios de la dictadura —la cual, fue celebrada por el pueblo de forma masiva en el ’76—. En ese momento, nadie creyó que el camino, ya en democracia, sería tan duro y plagado de desengaños.
Ya es un latiguillo discursivo el decir que «la gente está cansada». Son 40 años, un tiempo muy breve para la historia de la humanidad, pero interminable en la escala de la vida de cualquier persona. Ucrania, por caso, lucha por su independencia de manera casi ininterrumpida desde 1674, el año en el que debió presara vasallaje al zarato ruso empujada por la amenaza de los tártaros en Crimea.
La guerra en medio oriente tiene por actor a un pueblo que ha sido sometido, humillado y asesinado a mansalva a lo largo de milenios, como es el caso del pueblo judío. Quizás sea lógico preguntarse el por qué de un hartazgo que se alimenta a diario desde los medios hasta en conversaciones cotidianas, cualquiera sea el ámbito.
Son sólo dos ejemplos que permiten un pequeño recorrido de lo que son los tiempos en el desarrollo de la historia humana. Y, no obstante, hoy el sentimiento de ansiedad frente a la angustia colectiva que provoca esta elección, es palpable en todos los ámbitos. No obstante, es visible que hay un cambio de tendencia y de comprensión de la problemática que nos sacude y nos impide visualizar claramente un escenario de cambio.
En medio de la desazón, estaría bueno que reflexionemos. Que pensemos en el por qué de las cosas. Argentina transita el final de la era del pensamiento peronista, inspirado en el fascismo triunfante que Juan Domingo Perón vivió en la Italia de Mussolini. No obstante, la mayoría de los institutos que le han dado poder al corporativismo político en el país, se forjaron en el interregno faccioso de Juan Carlos Onganía: tanto la ley de obras sociales como el PAMI se crearon durante su gobierno, siendo la traza de dos grandes acuerdos corporativos, el primer pacto sindical-militar, y el pacto con los grandes laboratorios. Desde ese momento —1971—, se convirtieron en los actores de un esquema que aún hoy fluye naturalmente y hace, por ejemplo, que los medicamentos en Argentina sean de un valor superior al del resto de Latinoamérica, Europa y Estados Unidos.
Todo el sistema en crisis que golpea la vida diaria de los argentinos se basa en esos predicamentos: un poder corporativo que llevó a amplios sectores a entender que, el mecanismo para prosperar, es ser parte del sistema. Ese sistema que ahora está en crisis y con el que hay que romper. Pero, no cualquiera ni de cualquier modo, va a romperlo para cambiar.
Hay dos fuerzas poderosas —oscuras, por cierto— que están alineadas: una que ha quedado a la vista, citada por el economista Diego Giacomini, que lleva directo a la corporación América, donde reina hoy Martin Eurnekian, sobrino dilecto de Ernesto Eurnekian; la otra —aún sin rostro— es la que hiló una formidable operación de inteligencia que une a Jorge «Chocolate» Rigau con Martin Insaurralde, Juan Pablo de Jesús, sus mujeres nada modélicas y el discovery en un juzgado de New York que revela una larga lista de millones de dólares en manos de unos pocos. Sea quien sea, y cuáles sean sus propósitos, pone en escena el drama central de la Argentina: el latrocinio cultural, sistemático y organizado.
Lo que lleva a lo que sostengo hace 33 años: «En Argentina plata, hay, pero se la roban».