Nos estamos dejando las mandíbulas aplastadas contra el piso por el resultado del juicio que acaba de llevarse a cabo en los Estados Unidos, en el que un tribunal decidió que un tal señor Zimmermman, blanco él, autointitulado vigilador a voluntad del barrio en el que vivía, decidió disparar a quemarropa contra un chico negro porque le parecía sospechoso. Porque no le gustaba que estuviera allí, simplemente. El pibe estaba desarmado, pero poco importó, tanto a quien disparó como a quienes decidieron absolver al vigilador de culpa y cargo.
Soy una adicta sin cura a un programa que se emite por HBO Signature los domingos por la tarde/noche, subtitulado, llamado Real Time con Bill Maher. Bill Maher es una suerte de monologuista político con gran manejo del sarcasmo, que hoy conduce uno de los shows con más crédito del abanico mediático de la crítica política. En el último episodio, el domingo pasado, discutieron el caso Zimmermman, y, por carácter transitivo, lo que el sistema penal americano impone a la comunidad negra pobre. Subrayo: pobre. En los Estados Unidos -y aquí también, ya voy, ya voy, no desespere- no se trata de colores de piel, sino de abultamiento de billetera. Los blancos, en general, no van a la cárcel -salvo grosera flagrancia, y billetera vacía-. Los negros ricos tampoco van: sólo los negros pobres. Decía uno de los panelistas que un elevadísimo porcentaje de la población carcelaria negra purga condenas que no son nada laxas ni breves… por tenencia de marihuana. Digamos, en todo caso, un delito menor. ¿Y el fraude hipotecario, y la ruleta rusa en Wall Street, y, y, y? Y, lea los diarios: billetera arrasa Congreso, Constitución, leyes, etc.
Tampoco nos apuremos a levantar el dedo contra el Imperio, porque no lo tenemos limpito. Por aquí, los que van a la cárcel también son los pobres. Y ni siquiera me refiero a su clase socioeconómica, sino a los delincuentillos que no han hecho la carrera suficiente para garantizarse un buen sacapresos -caro, obvio- que los haga pasar por ese inocuo y breve trámite de la puerta giratoria. Entrar y salir en un santiamén, sin huella, sin siquiera el tiempo de quedarse sin cigarrillos.
Tal vez entre nosotros la cosa pase por un filoeuropeísmo sin mucho anclaje en la realidad: decimos ser los menos latinoamericanos de todos los latinoamericanos, y si hay algún gen perdido en nuestro árbol familiar que nos ligue con algún ancestro aborigen, válganos Dios, mejor perder la partida de nacimiento. No vaya a ser que se nos tilde de salvajes domesticados, y se nos niegue membresía a algún mentado club.
No seremos Zimmermman, pero tampoco santos de estampita. Y no dejo de pensar qué pasaría con nosotros si, como en los Estados Unidos, la ley bendijera las armas en nuestras casas, y su utilización por si las moscas. ¿Seríamos tan distintos? ¿Cuál serían nuestros blancos/negros preferidos?