Desde los 12 años Nicolás Brum empezó a aspirar pegamento. Luego pasó por drogas pesadas –LSD, cocaína– y estuvo en dos centros de rehabilitación. Dice que su cerebro se había idiotizado. Ahora hace tiempo que no consume y en un año espera recibirse de abogado.
No hay que esperar a que pase la tormenta, hay que aprender a bailar bajo la lluvia. No sé quién lo dijo, pero la frase me pegó tan fuerte como la droga. Cuando empecé tenía apenas 12 años. La primera vez que conseguí pegamento lo llevé al galpón de la casa de mi abuela. Estaba haciendo algo prohibido y, aun así, lo disfrutaba. Me senté sobre un viejo cajón de gaseosas y destapé la lata. Me gustó el olor. Derramé el contenido sobre una bolsa cuidando de no echar nada afuera. Luego comencé a aspirar.
Tenía la vista fija en el suelo y sólo veía mis zapatillas blancas, las mismas que, luego de unos segundos, se volvieron borrosas, deformes, oscuras.
De pronto mi vida pasó como una película al revés. Nací en La Plata y pasé mi infancia y adolescencia en Dolores. Formé parte de una familia de clase media, media alta del pueblo. Desde chico estuve inmerso en una sociedad, en ese entonces, fingida de ideal y apenas preocupada por el qué dirán. La droga, en esa época de los años 90, aún era un tabú. Mis días giraban alrededor de los caprichos de mis padres y sus problemas. Ellos siempre quisieron que fuera amigo de los hijos de las familias tradicionales del pueblo, que asistiera a los clubes preferenciales, que practicara deportes típicos y que estudiara inglés. Intentaron construir mi buena realidad y, yo, en simultáneo, me empeñé en destruirla. Mi apariencia me aburrió, mis modales me cansaron y mi lenguaje de niño de clase me dejó mudo.
Necesitaba encontrar mi personalidad y creí que los chicos distintos eran mi modelo. Enterarme de que, en el pueblo, había diferentes tipos de drogas fue relativamente fácil. Solo tuve que hablar con el Vasco, un amigo y compañero de la escuela.
Un día fuimos a fumar a una esquina y terminamos en su casa. Entramos a su habitación y él buscó una lata con pegamento, droga potente, barata, de fácil y legal acceso. La segunda vez que jalé pegamento, tuve alucinaciones impresionantes. Los efectos de esa droga destellan engaños sobre todos los sentidos sensoriales. Son ráfagas intensas y de breve duración que causan un profundo y elocuente onirismo que finaliza con un feroz dolor de cabeza. El infierno parecía situarse en mis pulmones. El ardor de esófago posterior es insoportable. Solo lo paliaba tomando leche fría.
Al llegar a mi casa, tengo el recuerdo de ver a mi mamá, que es contadora, arreglándose las uñas. Y, a mi papá, colgando su chaqueta de médico en una silla del living. Seguí de largo, me bañé para sacarme el olor, y me fui a dormir.
Después incursioné, también, en un consumo constante de marihuana, cocaína, LSD y floripondio, pero, sin dudas, mi problema mayor tuvo que ver con el pegamento. Esa droga, literalmente, me eyectaba de mi yo. Para conseguir dinero, empecé a robar.
Una tarde llegaron policías a mi casa. Nunca supe cómo se enteraron. A mi viejo se le saltaron los ojos de la cara. Me retó y se fue para adentro a sentarse al mismo sillón que yo usaba para imitarlo bebiendo whisky y fumando habanos. Ese fue el primero de muchos robos que vendrían después. Mis propios padres, me duele decirlo, serían las principales víctimas. La última vez que robé me pasó algo tragicómico. Me hice una bicicleta con la idea de venderla o cambiarla a un transa para conseguir drogas. La cosa es que me robaron la bicicleta y me quedé sin el pan y sin la torta.
Mis viejos no me mataron cuando se enteraron de todo, pero fue como si lo hicieran. Con casi catorce años, mis sentidos estaban siendo ajusticiados por la droga. Decidí escapar dejando una carta de despedida.
En la terminal me subí a un micro rumbo a Sarandí. Cuando el vehículo empezó a retroceder llegaron corriendo dos tipos y frenaron el colectivo mostrando las chapas de policías. Llegaron hasta mi asiento y me llevaron de vuelta a casa. En el coche de policía, mis labios fueron calabozo de mis palabras. Solo podía emitir el ruido del llanto desconsolado en el que había caído. Era demasiado chico para resolver mi gran problema.
Mamá se acercó llorando por el jardín, me abrazó y me pidió perdón. Papá estaba exhausto de dolor. Todo les comenzaba a cerrar. Mis bajas calificaciones en la escuela, mi abulia generalizada y mi cercanía a chicos más grandes y desconocidos. Finalmente conté la verdad y les pedí ayuda.
No podían creer lo que estaban escuchando. La relación con ellos fue pendular durante mis períodos problemáticos, pero siempre me ayudaron.
Con mi vieja tiré restos de droga y utensilios como pipas, latas de pegamento y canutos que tenía escondidos. En mi placard había comida escondida en estado de descomposición. La cocaína y el pegamento sacan el hambre. Pesaba entonces 48 kilos.
Entre llantos les confesé que era yo quien les robaba. Me dijeron que me perdonaban y que me ayudarían. Hablaron con un médico psiquiatra conocido y me llevaron a una clínica en las afueras de La Plata. Ese día crucé la frontera entre mi rebelde e incipiente adolescencia de pueblo y quedé librado al mundo adulto e institucional de La Plata.
No tardó en llegar el primer enfermero a darme la que sería la primera de una seguidilla interminable de inyecciones con calmantes de todo tipo. Terminé con callos de tantos pinchazos que recibí. Llegaron a darme dieciséis inyecciones diarias, más una cantidad enorme de medicación por vía oral. Mi familia siempre me acompañó. Fueron los veinte días más dopados de mi vida. Un horror.
Al salir de la clínica me llevaron a otro centro donde me recibió la directora, quien me anunció que, en ese lugar, me iban a poner límites. Allí eran, y pronto también lo fui, lobos con piel de cordero. Había chicos de hasta más de treinta años con un impresionante prontuario. Yo era todavía un pendejo y ya me habían metido en la cabeza el estigma de que era un adicto peligroso. En las clases de gimnasia no podía correr ni cincuenta metros seguidos. Necesité atención individual para poner a punto mi cuerpo en decadencia. Estuve un año y medio en ese lugar.
Pasada la primera etapa del tratamiento, las cosas no mejoraban y, cada tanto, reincidía.
Apenas tuve un margen de libertad volví a drogarme. Pero había cambiado. La droga ya no cumplía esa sensación liberadora de la pesadez de existir. De ahí en más empecé a padecer de mí mismo cuando estaba drogado. Es decir, ya ni en la falopa encontraba placer. La sensación de culpa se me diseminaba por todo el cuerpo como una septicemia pecaminosa.
En el centro de rehabilitación los compañeros sentían algo parecido. De repente me di cuenta de que muchos seguían drogándose. Todo era una gran mentira.
En mis salidas a Dolores me juntaba con amigos. Un día, aturdido de problemas, decidí escapar con una lata de pegamento. Planeé un viaje a Mar del Plata. El Vasco se enteró y, al ver que era serio, avisó a mi familia .
Esa vez, mi padre, como siempre en los momentos realmente difíciles, actuó sereno. Pero mi vida seguía en pendiente y, a veces, retrocedía mucho.
En La Plata, estuve preso en comisarías y fui nuevamente internado. Fantaseaba con la muerte. Comencé a cultivar la idea de suicidarme pero, al mismo tiempo, continuaba con mis estudios y con la hipocresía de mi vida generalizada.
Por esa época me puse de novio con una chica que tenía problemas de bulimia y anorexia. Al tiempo terminó internada en una clínica psiquiátrica. Poco después se suicidó. Su partida me produjo un silencio ensordecedor.
No podría decir cómo y por qué dejé atrás mi adicción. Me empalagué de tantos problemas. No pude seguir y, además, había crecido. A esa altura había visto partir a varios conocidos que murieron debido a la adicción. Entendí que la droga, de la manera en que la utilizaba, mata y que, más allá de eso, es aburrida y rutinaria.
Finalmente comencé a tratarme en una clínica muy buena, en Palermo. A los 20 años, superada por fin mi enfermedad, me enamoré de quien ahora es mi esposa, una mujer proveniente de una realidad antagónica y que hace caso omiso a los detalles más oscuros de mi historia. Hace casi diez años mi vida cambió por completo. Al poco tiempo de estar juntos tuvimos a nuestro primer hijo. Abandoné mis estudios en La Plata y fuimos a vivir a Buenos Aires donde empecé a estudiar abogacía, a trabajar y a practicar boxeo en la misma facultad. Ahora estoy terminando la carrera de Derecho con buen promedio y muchas ganas de meterme en los temas penales referidos al uso de drogas y sus consecuencias legales y punitivas.
Creo que frente a la droga hay un doble discurso. El Estado criminaliza al adicto y oculta el problema bajo la alfombra. No estoy a favor de la criminalización. Defiendo la prevención, la inclusión social, educativa y familiar.
Mi mujer y mis hijos, que hoy tienen siete y cuatro años, me dieron una causa para luchar. Ellos fueron la respuesta a mi gran Signo de interDrogación, título de un libro aún inédito donde cuento mi experiencia con toda su crudeza, con todo mi dolor. Para salir de la droga hay que recibir una terapia adecuada y tener una familia decidida a ayudar.
Mis papás fueron fuertes en eso y siempre estuvieron a mi lado.
Entré en esto porque estaba roto como adolescente, pero, después de matar el dolor emocional, drogarme se convirtió para mí en algo más tedioso que existir sin drogas. No fue, como dicen algunos, un acto recreativo. Al contrario, mi cerebro se volvió cada vez más idiota.
El consumo es egoísta por definición. Incluso en el plano sexual no funciona porque hace del otro un mero instrumento del placer propio. No hay nada más creativo que la razón. Hoy pienso que la conciencia es mucho más alucinógena, más artística y productiva que la locura. ¿No es acaso un verdadero milagro poder sentir con los dedos, poder respirar, poder amar?
Hoy encuentro mi virtud, parafraseando a Bernard Shaw, no absteniéndome del vicio, sino no deseándolo. Los pensamientos desaparecen tan rápido como aparecen. Existir es ilimitado.
Soy consciente que lo único que no cambia, en la vida, son los permanentes cambios y que lo que siempre cambia es la existencia o, al menos, los sentidos sensoriales con que la percibimos. Ahora recibo mi existencia mediante mis sentidos sin esperar a que pasen las tormentas, sino sabiéndome mojado por las lluvias de la vida, porque, como dijo Saramago, lo que tiene de bueno la derrota es que nunca es definitiva y lo que tiene de malo la victoria es que jamás es definitiva.