El pajarillo, la dama y la república

imagesDistintas circunstancias, protagonistas diferentes y tiempos históricos diversos. Sin embargo, las historias de esta semana tienen un denominador común: el hombre, sus miserias y sus grandezas.

Un pajarillo de corto vuelo

Todo lo que rodeó a los comicios venezolanos estuvo teñido de una pátina de caricatura difícil de olvidar. Pajarillos que aconsejan, permanente necrología electoral, amenazas, marchas y contramarchas. Y hasta una insólita boleta de escrutinio con 43 caras del candidato oficialista y sólo una del opositor, perdida en un margen inferior. Todos, síntomas visibles de una sociedad degradada y de una democracia inexistente.
A pesar de ello, la paridad final, que deja la sensación de historia abierta, creó un escenario distinto en el que desaparece el peso de Chávez como cadáver militante y donde la figura de Nicolás Maduro se hunde en un abismo cuyo fondo es imposible de calcular. El actual presidente venezolano ha visto licuarse su poder personal y, al mismo tiempo, su sueño de suceder al difunto caudillo en el liderazgo de su pueblo. Las dificultades económicas se agregarán ahora a una conducción que aparece muy cuestionada desde fuera y desde dentro de la fuerza de gobierno.
Maduro fue electo Presidente de la República Bolivariana de Venezuela tras vencer a su contrincante, el opositor Henrique Capriles, por apenas 300 mil votos. El dirigente de 50 años, que fuera ungido como candidato del chavismo por el fallecido Hugo Chávez el pasado 8 de diciembre en su “última proclama”, llega al poder con la promesa de mantener, como su “hijo”, el legado político del fundador de la Revolución Bolivariana.
Bajo el manto de un Chávez que siempre estuvo presente en su campaña, prometió acabar con la inseguridad, incrementar los planes sociales y aumentar la producción de crudo en al menos 6 millones de barriles por día antes de su culminar su período en 2019. Demasiado pretencioso para alguien a quien ni sus compañeros de ruta parecen tomar demasiado en serio. Y a quien la gente parece no dispensarle el temor que en muchos sectores existía respecto a su mentor. Casi un 10% menos de ciudadanos concurrieron esta vez a votar. Y las protestas callejeras por el resultado oficial de las elecciones no dan muestras de detenerse, a pesar de las amenazas del gobierno.
La Venezuela del futuro comenzará a delinearse, a no dudarlo, en las próximas, tensas e inescrutables semanas.

El imperio remendado

Margaret Thatcher será recordada, seguramente, por su fuerte personalidad, por su prepotencia natural y por la frialdad con que evaluaba cada paso a seguir. Como gobernante, amén de aquél triunfo militar, pocas cosas dejó a su pueblo que merezcan memoria.
La muerte de Margaret Thatcher supone el fin de un personaje controversial de la historia contemporánea. Es imposible, para cualquiera de nosotros, evaluar a la fallecida Primer Ministro de Gran Bretaña sin teñir el juicio con el recuerdo de aquellos meses dolorosos de 1982, en los que no solo sufrimos el poderío militar de la potencia europea sino que además quedamos apretados entre dos líderes políticos que definían sus propios destinos personales con la contienda.
Ella, desgastada por el fracaso de sus duras medidas económicas, veía evaporarse un poder que resurgió de la mano del triunfo en una lejana guerra que, sin embargo, sirvió para hacer renacer el alicaído sentimiento nacionalista en las islas. Galtieri, trasnochado y trastocado, buscaba perpetrar una dictadura que se había agotado en sus propios excesos y que ya no podía siquiera imponer el terror a una sociedad que, pocos días antes del desembarco, había roto las compuertas del silencio para manifestar ruidosamente su enojo.
Sin dudas, siguiendo nuestra tendencia a resolver todo en la ecuación “amigo-enemigo”, terminamos por concluir que Thatcher encarnaba todos los males de la naturaleza, olvidando nuestras propias responsabilidades y desconociendo algo que debió caer de maduro: ella deseaba el triunfo de Gran Bretaña en el conflicto y estaba dispuesta a todo para lograrlo.
Comprendió, con cruel inteligencia, la debilidad militar y política del enemigo. Y  acudiendo a los apoyos naturales de EEUU y sus aliados europeos, convirtió en una guerra “cuasi mundial” al enfrentamiento que bien pudo haber terminado con una mediación internacional que tarde o temprano devolvería las cosas a su estado anterior.
El resto es conocido. Culminados los festejos por la aventura militar, el fracaso de su política económica se hizo inocultable. Con más pena que gloria, abandonó el gobierno para enfrascarse en un ocaso en el que Alzheimer le quitó la posibilidad de disfrutar del respeto que un pueblo belicista abriga por sus jefes triunfadores.
Con Margaret Thatcher no solo muere una figura singular del siglo XX sino también, y sobre todo, una concepción brutal de la política y una visión maniquea del mundo y sus problemas. Demasiada muerte como corolario de una carrera pública.

La república demolida

Las circunstancias que rodean el juzgamiento del juez Pedro Federico Hooft se suman a una serie de hechos judiciales que comienzan a despertar en el ciudadano común la sospecha de que no es la verdad, y mucho menos la justicia, lo que se busca en la revisión de nuestra historia más dolorosa.
No son pocas las personas que han levantado su voz para descalificar las denuncias que pesan sobre el ahora suspendido magistrado y recordar un paso por la Justicia que supo granjearle el respeto y la admiración de muchos  marplatenses.
Si en la Argentina existiese el principio de presunción de inocencia y no estuviésemos frente a una oleada persecutoria que expone a las personas al peligro de ser destrozadas penal y moralmente sin fundamentos sólidos, deberíamos aceptar que cualquiera está en condiciones de sostener sin agravio alguno que éste acusado o cualquier otro es merecedor del mejor de los conceptos hasta que un tribunal imparcial, y con la prueba debida y sostenida en un proceso con todas las garantías constitucionales vigentes, demuestre su carácter de delincuente. Pero eso no es lo que se busca en nuestro país. Y menos en el caso del Dr. Hooft.
Durante los años del Proceso y también en tiempos de la democracia, se destacó por sobre la gran mayoría de sus colegas por el coraje y la decisión con que enfrentó a quienes desde el poder atropellaban los derechos de los ciudadanos, violaban su condición humana y utilizaban las posiciones de privilegio y la falta de vigencia de las garantías constitucionales para conseguir sus criminales objetivos. Soslayar que Hooft no era el único juez en funciones durante aquellos años de plomo, es un grosero subterfugio para omitir las mismas imputaciones sobre todos los magistrados por entonces en actividad; o cuanto menos, las mismas preguntas que se le realizan al imputado en teórica búsqueda de justicia.
Ignorar los documentos de los tristemente célebres Servicios de Informaciones, definiendo al juez como un “enemigo” del Proceso por su accionar en contra de la impunidad de las Fuerzas de Seguridad y los Grupos de Tareas, es lisa y llanamente una forma de mostrarles a los marplatenses que en estos juicios se respeta un solo ordenamiento “legal”: la previa decisión de condenar a una persona sin darle posibilidad alguna de descargo y, lo que es peor, de justicia.
Todos los ciudadanos tenemos interés en escuchar lo que Pedro Federico Hooft tiene para decir. Pero abrigamos fundados temores de que ello no sea posible o de que ni siquiera sea tomado en cuenta por el tribunal.
Tal vez muy pronto, como siempre ha ocurrido, todos seamos Pedro Federico Hooft frente al solo deseo de algún poderoso.