La épica historia de las hermanas Atkinson, dos de las 23 maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina

Laura Ramos relata en “Las señoritas” la historia de las docentes que fundaron la educación nacional en el siglo XIX y revela el pensamiento de Florence y Sarah desde que emprendieron el viaje, el camino hacia Mendoza y San Juan, y sus días en esas provincias. La transcripción de los pasajes más atrapantes del libro.

En el siglo XIX, Domingo Faustino Sarmiento puso en marcha el plan educativo nacional que, entre otras cosas, implicaba traer al país a una veintena de maestras desde los Estados Unidos. Corría 1845 cuando, exiliado en Chile, viajó a pedido del gobierno de ese país a Europa y al país norteamericano donde estudió los métodos de enseñanza que lo deslumbraron.

En el norte del continente se impresionó al encontrar un sistema de educación que se concentraba en la formación docente, al punto de hacer que fuera posible llevar la enseñanza más allá de las grandes ciudades.

Esa gesta educativa es la que reconstruye la autora y periodista Laura Ramos en el libro Las señoritas. Historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina en el siglo XIX. “Entre ellas hubo grandes pedagogas, como Mary Graham, que trabajó en San Juan y La Plata; o Juanita Stevens, que enseñó a respetar el saber de los pueblos originarios, o Emma Caprile, primera directora de la Escuela Normal Número 1”, le dijo a Infobae sobre aquellas mujeres pioneras de nuestra educación.

Florence y Sarah Atkinson, de 20 y 22 años, respectivamente, no tenían el titulo de maestras, pero sí una prestigiosa educación europea y hablan latín y otras lenguas. Ellas llegaron a la provincia de San Juan y allí desarrollaron su labor docente. “Son muy protagonistas en el libro”, dice sobre ellas la autora.

A continuación los fragmentos más impactantes del capítulo “Los bailes en el transatlántico”:

Pese a “las extrañas costumbres, los estragos terribles de la fiebre amarilla y del cólera”, en julio de 1883, en distintos transatlánticos, veintitrés jóvenes maestras se embarcaron en Nueva York rumbo a la Argentina. El contingente se dividió en dos grupos: el conocido como el grupo de Winona, con nueve maestras, partió de Nueva York el 7 de julio; las otras catorce, que viajaron el día 24 de julio habían sido reclutadas por Clara Armstrong, directora de la escuela de Catamarca, también por encargo del gobierno. Ambos grupos tuvieron que viajar primero a Liverpool, desde donde, después de esperar la llegada de los nuevos buques, emprendieron el viaje rumbo a Buenos Aires. Muchas de ellas aprovecharon los días de espera para hacer cortos viajes por el continente. Las catorce viajeras que acompañaban a Clara Armstrong abordaron el Maskelyne en Londres, el 18 de agosto de 1883, con la perspectiva de no ver tierra firme por tres semanas. El convoy partió con ochenta piezas de equipaje, dato que no solo me alertó sobre una marcada coquetería sino de la agitación que deben de haber causado en peones y maleteros. Pero también me dio una medida, a ojo, de la extensión de tres años de contrato que trajo a las maestras estadounidenses a la Argentina.

El total de pasajeros, entre mujeres y varones, era de unos cuarenta, después de una o dos semanas en el comedor, el grupo más vivaz ya estaba formado: Florence, la menor de las hermanitas Atkinson, ojos azules y predisposición a la risa, congenió pronto con Charles Cazalet, un inglés de veintitrés años que no se separó de ella en todo el viaje. El señor Gregorio, un cuarentón amigo de Clara Armstrong, vendedor de una fábrica de máquinas, se sumó al grupo. Las dos bostonianas del contingente, Jennie Howard y su amiga Edith Howe, que tenían un humor exquisito irónico, compartían camarote con las hermanitas Atkinson. El contingente de maestras ocupaba tres de las seis mesas del comedor de primera clase, la cuarta estaba vacante, la quinta albergaba unos hombres “de aspecto ordinario”; en la mesa del capitán Hairby se sentaban los pasajeros ingleses.

“Lindas, amables y bien educadas” definió Mary Conway a las hermanitas Atkinson, aunque no aclaró que no eran normalistas. Florence y Sarah Atkinson, las únicas de todo el contingente que carecían de título de maestras, habían sido contratadas por intermedio del agente financiero de Samuel Hale en Boston, el señor Stanford, amigo de su familia. Si bien no tenían título de maestra, habían estudiado latín y lenguas europeas contemporáneas en la Escuela para Jóvenes de Miss Park de Nuevo Brunswick, Nueva Jersey. Hijas de un fabricante de zapatos de Filadelfia, habían recorrido Europa a los diez y doce años con sus padres y sus cinco hermanos. Cuando Florence, de veinte años, y Sarah, de veintidós, llegaron a la Argentina, las finanzas de la familia estaban menguando. Oculta en un grueso folio de las colecciones especiales de la biblioteca de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, se esconde desde hace un siglo y medio, como un diamante opacado por el carbón, el paquete de cartas y diarios íntimos que las muchachas escribieron durante su viaje a Sudamérica como fuente primordial de mi investigación.

(…) Florence se había propuesto escribir sus impresiones día a día, en un diario de viaje que registrará los eventos a medida que fueran ocurriendo. El resultado es una crónica de la vida privada y de la vida social, escrita con cierto estilo de geógrafo o antropólogo del siglo XIX que, si no tiene el encanto de sus cartas, resulta un documento de época impreciso dramático y delicioso. Las cartas, repletas de chismes, caricaturas y pedidos de encaje antiguo y semillas de flores, revelan en susurros la vida cotidiana de la provincia argentina. Su inocencia resplandece de vagas nociones colonialistas y un espíritu puritano (y una indignación) que habla más de su autora que de la obra.

Las clases de castellano que tomaron en el barco al parecer fueron tan inútiles como sus peinados para la llegada. Por cierto, no habían sido advertidas de las peculiares características del arribo a tierra. En el año 1883 los buques de ultramar todavía no podían aproximarse a la costa de Buenos Aires a causa de la escasa profundidad de las aguas, como en los tiempos de la pionera Mary Gorman. De modo que el Maskelyan tuvo que atracar a diecinueve kilómetros de tierra firme.

El 12 de septiembre, mientras se subían a las inestables falúas que las acercarían al puerto, vieron el mantel que hacían ondear en cubierta el doctor Viers y el camarero jefe, en señal de despedida. Al llegar a la Aduana, asentada en la orilla del río, pudieron ver a las mujeres “lavanderas, mayormente negras, golpeando la ropa contra las rocas”. En el mismo muelle desvencijado dónde había desembarcado Mary Gorman las esperaban Sarmiento y el estadounidense Samuel Pears, que se apresuró a acompañarlas al hotel. Las chicas Atkinson recibieron una invitación de la familia Ayer, unos compatriotas, a hospedarse en su casa. El resto del grupo se alojó en el Hotel Nacional, al que ellas rebautizaron como Nastier Than All (el más asqueroso de todos) que, en su pronunciación inglesa, rima con “nacional”. Florence y Sarah no alcanzaron a dormir en el Nacional, ya que el doctor Ayer las pasó a buscar solo media hora después de su llegada. Si bien esa noche se durmieron temprano, los días posteriores llevaron, como le gustaba a Florence, una vida social frenética, divertida y llena de coqueteos.

“Pasamos unos días encantadores en Buenos Aires y, por supuesto, lamentábamos mucho partir… La disfrutamos mucho y nos llevamos una impresión mucho más placentera de la ciudad que aquella de los que se quedaron en el Hotel Nacional”. Clara y Minnie Armstrong y la señorita Harrison, otra compañera del barco, viajaron con ellas hasta Rosario, “de manera que tuvimos alguien con quien conversar”. Así arrancó la travesía al verdadero corazón de la provincia, al territorio que Sarmiento llamaba “la barbarie”, de la que Buenos Aires no les había revelado ni una que pizca.

Transitaron el primer tramo de los casi mil trescientos kilómetros de Buenos Aires a San Juan en un tren hasta Campana, y luego surcaron el río Paraná en el barco de tripulación italiana que las dejó en Rosario. En el hotel compartieron el desayuno con varias de las tripulantes del Havelius. A la hora de seguir viaje despidieron a las hermanas Armstrong y abordaron el tren junto con las señoritas Dark y Daniels, sus futuras mejores amigas, que las acompañarían hasta Mendoza. Seguiría con ellas la marcha hasta San Juan la señorita Harrison, demasiado seria como para tener un papel en la dramaturgia de Florence.

A la mañana siguiente partieron en tren hacia La Paz, pero el motor se averió y tuvieron que aguardar en el camino a que enviaran otro de San Luis. Aburridas, durmieron la siesta hasta que el desperfecto fue arreglado. El paisaje les resultó “más y más desolado hasta que llegamos a un yermo de arena”. Una vez en La Paz, con la noche sobre sus cabezas, quedaron descorazonadas al ver la diligencia que las llevaría a Mendoza. “Era pequeña y anticuada y había sido traída de los Estados Unidos veinte años atrás. Estaba atada a dos especímenes de caballo miserables”. Los nueve pasajeros se sentaron apiñados en su interior, con el equipaje pesado atado en el techo; el de mano, muy numeroso en el caso de las elegantes Florence y Sarah, “reposó durante tres días en nuestros desprotegidos regazos”.

Hicieron un primer trayecto ese mismo día, pero debieron detenerse en una posta para dormir. Comieron puchero y, cierta noche, una carne cocida al asador, un plato típico argentino que suele valorarse mucho, aunque para ellas era “una carne ordinaria de dudoso tipo ensartada en una vara de metal que se clavaba en el suelo de tierra del comedor“. Este atizador reemplazaba a la mesa, el plato y el cubierto. Si no pudieron apreciar la carne al asador, mucho menos disfrutaron el viaje en carruaje. El panorama de los animales hambrientos, maltratados o muertos que fueron encontrando durante los tres días de marcha las horrorizó y, en cierta forma, les dio una visión periférica de la tierra pobre y ruda, del bárbaro gauchaje sarmientino. A las cuatro de la madrugada del sábado se internaron en un paisaje desértico, donde tropezaron con el cadáver de una vaca, de pie y apoyado sobre un poste, junto a otros animales muertos de inanición, con buitres posados sobre los cuerpos.

“Anduvimos con doce pobres bestias cansadas que no estaban aptas para arrastrarse, incluso sin carga. Todas eran heridas con látigos, espuelas o arneses. Paraban ocasionalmente por el cansancio pero el conductor y los tres postillones comenzaban a golpearlas hasta que, en su agonía, llegaban a caminar unas yardas más”. Conmovidas, se sintieron “casi tan miserables como los caballos, y durante algunos tramos bajaban para caminar y así aligerar la carga del coche. Pero ardían de indignación al ver que los otros pasajeros (los “nativos”, como los llamaban ) no se mostraban afectados por el sacrificio de los animales. (…)

Unos pocos kilómetros antes de llegar a San Juan, cerca de las cinco de la tarde del lunes, las esperaba la mítica Mary Graham, una maestra de orden superior. En una carta a su familia, Sarah retrató a la directora de la escuela de San Juan: alta y flaca, “apuesta y de gran habilidad” (…). En octubre de 1883 hacía seis años que Sarmiento había logrado su gran sueño, tantas veces aplazado: crear una escuela normal en su provincia. Después de los sucesivos fracasos escribió a su sobrina Victorina Lenoir de Navarro, hija de su hermana Procesa: “Nunca me perdonaré el que las americanas no fuesen a San Juan. Era mi objeto hacer así una pepinera de maestras para toda la República”. Tuvo que esperar hasta 1877, cuando llegó Mary Graham. “Pero valió la pena esperar por ella”.

Las chicas Atkinson debían de estar inquietas por el recibimiento que darían estas grandes maestras a dos muchachas tan sin título. Pero la bienvenida fue cálida y las directivas invitaron a las recién llegadas a compartir el alojamiento con ellas en el edificio de la escuela. La construcción era cómoda, tenía dos pianos y elementos escolares excelentes, aquellos que había mandado Sarmiento desde Estados Unidos. Hasta contaban con un esqueleto para las clases de anatomía, un deleite para Sarah, que aspiraba estudiar medicina.

En las esferas más altas de la sociedad sanjuanina, incluidas las hermanas de Sarmiento y sus hijas, no se hablaba de otra cosa que de la llegada de las nuevas maestras. “Es una suerte que seamos también introducidas en la mejor sociedad del lugar. El clima es delicioso y el escenario montañoso muy bello”. De modo que se instalaron en la escuela hasta que empezaban las clases en marzo.

En las noches despejadas, la mayoría de las maestras dormían en el patio, bajo una o dos mantas cuando refrescaba, encantadas de respirar el aire seco y limpio. Además de un mono, Miss Graham tenía un perro, dos gatos grandes, cinco gatitos y dos loros que no estaban enjaulados. Los loritos, uno con cola y otro sin ella, picoteaban y gruñían al gato hasta hacerlo enfurecer, cosa que divertía a las chicas Atkinson y a los alumnos. Los llamaban Rumpy y Dumpy. (…)

Durante noviembre Florence estuvo enferma cerca de dos semanas, al parecer con diarrea y fuertes dolores de cabeza. Las muchachas ocultaron la enfermedad a su familia, temiendo causarles preocupación.

Después de fiebres intermitentes, se le declaró una fiebre tifoidea. Sarah y las maestras debieron estar muy preocupadas, ya que en ese momento se trataba de una enfermedad mortal. Las maestras instaladas en las otras provincias corrieron la voz de su enfermedad y unas y otras se preguntaban por su salud. Florence estuvo en cama guardando reposo, rapada y con dolores de espalda y de cabeza por todo el verano. No festejaron Nochebuena y tampoco el Año Nuevo de 1884, ya que con el calor “apenas nos daremos cuenta”. “Estamos celebrando este día dejando de lado nuestra usual lección de español, pero todas nos sentimos muy tristes. El loro de Miss Graham está silbando una melodía en honor al día. Queremos enseñarle Yankee Doodle”. ¿Habrá aprendido el loro litoraleño la canción del Estados Unidos colonial?

En la noche del 6 de febrero las despertaron unos disparos. Ya más repuesta, Florence corrió a la calle, otra vez en camisón, e interrogó a un hombre que pasaba. “Me respondió que parecía haber una revolución”. Pasaron la noche muy asustadas, escuchando disparos de cuando en cuando. A la mañana siguiente se enteraron de que el gobernador, don Anacleto Gil, “había sido baleado y lo habían dado por muerto, habían matado a Gómez [exgobernador] y herido a Mallea [legislador]. Estos tres, junto con Doncel [sucesor de Gil], estaban en la casa de Mallea cuando los asesinos entraron preguntando por el gobernador. Él respondió y le dispararon y lo dejaron en la calle. Gómez corrió al jardín, pero fue perseguido y murió alcanzado por ocho disparos. Reportera, comentarista y hasta jurista, Florence analizó el acontecimiento: “Muchos políticos han sido asesinados en San Juan, así que esto no parece conmover a la gente. A los asesinos no se los manda a la horca aquí, lo que explica la frecuencia de asesinatos”.

(…) Entre chisme y chisme, pero esta vez en tono de broma, la prosa perspicaz de Florence registró las becas que beneficiaban a las parientes de Sarmiento en la provincia, o la pobreza de la familia de Sarmiento, según cómo se lea la información. “Por cierto la señora Klappenbach, quien es sobrina de Sarmiento y perdió a su marido el año pasado, es muy pobre. Para convertirse en maestra y de esa forma sostener a su familia, entró a la escuela normal. Ella tiene una de las becas que le paga 20 dólares por mes y solo viene tres días a la tarde [ilegible]. Los resultados de los exámenes escritos serán suficientes para demostrar lo que ha aprendido”. Si Florence era suspicaz, los hechos la refutaron. Sofía Lenoir de Klappenbach no solo llegó a recibirse de maestra, sino que con el tiempo se convirtió en vicedirectora de la escuela. Si lo logró por su empeño o inteligencia, o por su conexión con el prócer, no es posible establecerlo ahora, pero Sofía y su hermana Victorina, profesora de la escuela normal desde 1879, hablaban inglés y un francés pulido que les habían transmitido su padre, un ingeniero y educador nacido en Francia. Victorina enseñaba historia, además de escritura y gramática, y en 1881 había publicado un libro de historia argentina con su futuro esposo, Segundino Navarro. La madre de ambas, Procesa Sarmiento, fundadora de escuelas y pintora, había participado en las tertulias artísticas e intelectuales de Santiago de Chile durante el exilio rosista. Estos círculos cosmopolitas que reunían escritores, poetas y a los pintores viajeros camaradas de su madre deben haber sido un estímulo potente para Sofía y victorina, niña de unos cinco o seis años entonces.

Según me contó su sobrina bisnieta, cuando Sofía enviudó en 1884 recibió la visita de Mary Graham: “Miss Mary, como la llamaban, [impulsó a Sofía a estudiar en la escuela normal] aduciendo que en Estados Unidos las señoras iban a la escuela a terminar sus estudios de magisterio. Le aconsejó además que, habiéndose quedado viuda, tendría que trabajar para aportar recursos a su familia. Sus hijas ya concurrían a la escuela”.

Con solo treinta y tres años y una figura redondeada, Sofía asistía a clase envuelta en los crespones negros de luto, tan cubierta que no se le veía el rostro. Años más tarde la hija de Victorina, que también se llamaba Victorina, le contaría a su nieta que la figura fantasmal de Sofía, cubierta por los tules negros, se destacaba entre sus condiscípulas de catorce o dieciséis años.

La carta de Florence describía más dificultades de la familia Sarmiento: “[Sofía] tiene cuatro hijos. Su hija mayor el año pasado se lesionó el tobillo de alguna forma y estuvo en cama por meses. Últimamente se le torció de nuevo, por lo cual no pude ir a la escuela, y sus ojos están doloridos. Ella también tiene una beca. Creo que todo el ingreso de Sofía son los cuarenta dólares que recibe cada mes del gobierno”. El salario mensual promedio de 100 pesos oro, o 100 dólares, que cobraban las maestras da una medida del valor de uso de los 40 dólares que recibían Sofía y su hija, en una familia de cinco personas. Sarmiento no pudo conseguir, sin embargo, una beca para su sobrino Clemente Gómez, hijo de Paula Sarmiento, la más pobre de sus hermanas.

(…) Ese invierno de 1884 las Atkinson combatieron el frío vistiendo dos pares de medias, las camisetas, una pulsera de franela, un abrigo y los guantes. Por la noche calentaban sus pies con unas maderas que colocaban en el brasero. Al llegar el calor, un día de limpieza general encontraron tras los muebles ocho insectos con formas de vinchuca y una gran serpiente. Pero su tormento eran las pulgas y las arañas, que les dificultaban el sueño y llenaban sus cuerpos de picaduras. Temían con pavor a la viuda negra (“dejan una picadura negra que parece tinta… vuelan durante la noche en busca de sangre, se posan sobre la primera víctima durmiente y guardan alrededor de un dedo de sangre”). También las despertaban los ladridos de los perros, las peleas de los gatos y las tormentas de polvo, que hacían golpear las puertas por la noche. “Estarías sorprendida de vernos caminar por la noche en camisón por el patio, el jardín y todos lados”, escribió Sarah. Su visión catastrófica era mucho más incisiva que la de Florence, calificó a las tormentas de polvo de “espantosas”, y relató que al día siguiente de haber sufrido una en la calle “nuestros ojos estaban inyectados en sangre”.

(…) En el examen oral de química, luego de que Miss Graham increpara a una alumna que no parecía comprender las fórmulas, una dama que estaba entre los oyentes exclamó en castellano: “¡Bruta la gringa!”. Miss Graham, que comprendía perfectamente el castellano, la oyó, y también el resto de las maestras. (…) un chisme pero información cierta, Florence objetó que: “Muchos de los cargos de profesores son creados con el solo objetivo de dar a algún amigo del gobierno un salario por nada. Por ejemplo, fue nombrado como profesor de gimnasia un hombre que nunca había visto ni oído sobre el tema. Le dijo a Juan Pablo Albarracín, quien le había conseguido el puesto, que no podía enseñar gimnasia. Juan Pablo le dijo que aprendiera a estar enfermo hasta que terminaran los exámenes y podría renunciar luego de haber recibido toda la paga de las vacaciones. En otras palabras, iba a recibir un sueldo por seis meses por absolutamente nada de trabajo. Eso es un ejemplo de honestidad de acuerdo con la idea argentina, con lo cual no es extraño que los estudiantes del colegio aprendan tan poco”.

Aunque se quejaban de la falta de bailes y salidas sociales, en una carta a la familia Sarah pidió telas para vestidos, dos pares de zapatos, hebillas para el pelo y treinta y seis metros de encaje antiguo. Pero el pedido de cuarenta metros de “tela de queso” y once metros de tela blanca para envolver y hacer delantales debía obedecer, más bien, a la confección de paños para la menstruación, como se usaban en la época. Las hermanitas Atkinson, en sus voluminosos paquetes de cartas y diarios de tres años, ni siquiera mencionan el tema, que debía de estar muy presente en sus vidas cotidianas.

(…) En pocos meses, con la complicidad de las señoritas Daniels y Dark, las jóvenes maestras de Mendoza, Sarah y Florence elaboraron un plan: el cruce de los Andes, qué harían al año siguiente a lomo de burro por el paso de Uspallata, un acontecimiento magnífico y peligroso.

Al término de su contrato, el 1° de marzo de 1886, las dos hermanas retornaron a su país. Florence no estudió magisterio ni se casó, pese a las grandes expectativas que parecía tener al respecto. Murió dos años después de llegar de la Argentina, y dejó sin concretar no tanto las perspectivas de una carrera como maestra o un brillante matrimonio como el destino de la escritora que sus hermosos diarios y cartas prometían. Su muerte a los 26 años no deja de arrojar una lírica sobre la lectura de sus cartas y diarios que en otras circunstancias tal vez no tendrían. La fiebre tifoidea que contrajo en la Argentina pudo haber ocasionado su muerte. O no. Sarah no estudió medicina sino normalismo. Se perfeccionó en francés, alemán e italiano y estudió estenografía. Creó un sistema propio de dactilografía en castellano que se basaba en los métodos de la escuela Pittman. También fue traductora y una destacada sufragista, que en 1898 fue enviada a Francia como miembro de la American Peace Commisioners. Nunca se casó, y al parecer fue feliz.