Un país que se permite ignorar tres cambios de era es un país de tontos o irresponsables. La revolución industrial, la social y ahora la informática, son ejemplos del desinterés nacional.
La reciente abdicación de Benedicto XVI alumbra como un signo de los tiempos; hasta la Iglesia parece anunciar que ya nada será igual en el siglo que acaba de consumir su primera década.
Desde las relaciones humanas -condicionadas ahora por la hiperconectividad de la Internet- hasta las normas jurídicas, que comienzan a abandonar el terreno de lo nacional para atender a un mundo extraterritorial que requiere normas globales, los cambios asoman con una celeridad y muestran una magnitud que, a la vez que apasionan, reclaman la atención que sólo se otorga a las prioridades.
Nada es igual hoy, y mucho menos lo será en el futuro.
El nacimiento de una nueva ética –que acompañará a la segura nueva estética que siempre corre por delante de cualquier cultura- nos sorprende tal vez sin estar preparados para discutirla, o seguramente con una velocidad que amenaza con llevarnos por delante. Y este tiempo no es aconsejable para distraídos, desaprensivos, o tontos.
Cada cambio de era supuso ganadores y perdedores, y aunque en el instante en el que ocurría seguramente no fue fácil entenderlo, la historia puso las cosas en su lugar: los que se preocuparon por comprender lograron construir el círculo virtuoso, y los que no tuvieron la capacidad de darse cuenta del proceso en ciernes, terminaron perdiendo un tren cuya próxima estación será la de otro momento semejante que, por supuesto, no se sabe cuánto tardará en alumbrar.
Mientras tanto, el que no se avivó, se embroma.
La Internet, su status jurídico, las redes sociales, las nuevas reglas del comercio, el nacimiento de nuevos bloques que ya comienza a alumbrar, China, las guerras religiosas, los nuevos paradigmas morales y culturales, los neonacionalismos como defensa de las naciones débiles frente a la globalización, la crisis ¿terminal? de la cultura de clase media, la energía, el agua potable y los alimentos, son sólo algunos de los temas que una vez resueltos marcarán el paso del resto del siglo. Y quien no lo absorba se quedará naturalmente fuera de las decisiones y terminará difuminando hasta sus propias fronteras.
Así de grave, así de grande, así de fundacional es el tiempo que viene. ¿Argentina?, bien, gracias.
Somos especialistas en “dejar pasar el tren”. Ya se ha convertido en una costumbre y ya parece parte de nuestro acervo cultural aquello de vivir dos o tres décadas por detrás de los países centrales. ¿Por qué esta vez debería ser distinto?
Un rápido repaso por nuestra historia moderna –hablar de “independiente” me parece un exceso de imaginación y una explosión de fatuo optimismo- nos permite tomar conciencia de este pecado ¿original? de la nación. A cada paso, a cada cambio, en cada era encontraremos la desaprensión y la soberbia como nota distintiva entre el país que debió ser y el que al final fue. Entre el todo posible… y la nada concreta.
Mientras alumbraba la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX, nosotros nos matábamos salvajemente en un proceso de organización nacional cuya construcción constitucional nos llevó nada menos que… sesenta años.
Cuando el mundo discutía los nuevos equilibrios del siglo XX, los argentinos nos entreteníamos en demoler la institucionalidad, jugar al bingo nuestros alineamientos externos, discutir la propiedad de la tierra en vez de su enriquecimiento a partir de la nueva industria alimentaria y, paralelamente, definir una política energética que nos permitiese tejer asociaciones estables y permanentes. No nos detuvimos siquiera a observar que algunos de nuestros vecinos -otrora a la cola de esta nación “europea”- nos alcanzaban primero, para pasarnos como a poste al poco tiempo. Y perdimos una segunda oportunidad.
Y ahora, con tanto por hacer y con cambios que casi nos ponen a todos en la misma línea de partida, nos damos el lujo de enfrentar al mundo, jugar a un progresismo sin destino ni modelo, regodearnos en una agenda vieja y gastada, despreciar la educación, atrasar el reloj tecnológico, demoler nuestra estructura energética, cambiar valor agregado a la industria alimenticia -con la pérdida de mercados que ello supone- por un simple modelo de troja universal en el que lo único que vale es vender lo que salga al precio que nos toque. Ah: y discutir sobre los muebles de Boudou, para resolver si él o Cobos tienen mayores capacidades decoradoras.
Nuestros temas son miserablemente pequeños, nuestros planteos son antiguos, ajados, tristes. Nada de lo que hoy se discute en el país tiene valor alguno para el tiempo que viene. Nada.
El precio que podemos pagar, una vez más, es el de continuar durante otro siglo siendo un pequeño (cada vez más) productor de alimentos baratos para un mundo que cada vez va a necesitar menos de nosotros. Y que el día en el que precise agua potable, energía barata o comida en cantidad, no se va quedar esperando que nosotros resolvamos nuestras incoherencias sino que simplemente vendrá a tomar, por las buenas o por las malas, su raro objeto de deseo.
Tal vez para entonces nosotros hayamos definido la discusión mobiliaria que involucra a nuestros dos fundamentales vicepresidentes, y tanto parece apasionar a los argentinos.
Pero lo que seguramente ocurrirá es que hasta la milenaria iglesia, siempre tan lenta y conservadora en cada paso que intenta, habrá elegido al próximo y a muchos otros Papas, y habrá tomado decisiones que la acerquen al mundo del que nosotros parecemos querer alejarnos cada vez más. Y lo que es más triste, en nombre de lo “nacional y popular”.
Tan sólo un asado
“Comamos un asado”, dijo Juan con ganas de aprovechar el día. “Bueno, pero primero reunámonos para ver si existe motivo para comer un asado”, le contestó Antonio.
Juan terminó por asentir: “Está bien, pero se trata simplemente de comer un asado”.
Antonio respondió: “ya sé, pero sería bueno evaluar la ocasión, los comensales, el tipo de carne. Luego resolveremos si lo comemos”.
Sorprendido, el mentor de la tenida gastronómica dijo: “Prendamos el fuego, llamemos al grupo de siempre… y comamos un asado”. Antonio no parecía dispuesto a ceder: “¿el grupo de siempre?, ¿por qué no planteamos en cada caso el valor de la amistad y el derecho de cada uno a estar presente? ¿Por qué no prescindir del grupo e invitar tan sólo a quienes son verdaderos amigos?”. “Y que importante sería potenciar la relación entre las personas que se sientan alrededor de la mesa y que piensan igual acerca de la vida”, concluyó.
“¿Pensar igual acerca de la vida?”, tronó Juan, “¿qué tiene eso que ver con una molleja?”. “Sos siempre el mismo apurado, ¿cómo que no tiene nada que ver…? La mesa es un lugar de encuentro, y no es posible lograrlo si quienes a ella se sientan son tan distintos” dijo Antonio. “Cada vez estoy más convencido de que tenemos que reunirnos antes y evaluar las circunstancias. Además…”.
“¡Además ¿qué?!”, bramó Juan, ya fuera de sí. “¿Qué?”. “Además todavía no se eligió Papa; ¿a quién encomendamos la mesa?” dijo el otro, como pensando en voz alta. “¿Y si esperamos a que elijan Papa?”.
Juan se rindió, devolvió la carne a la heladera, pegó un portazo y se fue a comer un sandwich al bar de la esquina. Como Juan, los argentinos siempre tendremos que esperar que los Antonios dejen de discutir o que alguien elija un Papa allende los mares.
La única verdad
Muchas veces, el discurso oficial se empecina en negar una realidad que todos los marplatenses palpamos con sólo salir a la calle.
Nuestra ciudad padece graves problemas sociales que son evidentes, dolorosos y en ocasiones escandalosos. Sin embargo, siempre se pretende que todo está bien; aunque los propios datos del Gobierno nacional lo desmientan.
De acuerdo con lo informado por el Indec, el desempleo en el país fue del 6,9% en el cuarto trimestre del año pasado, y casi no registró cambios en la medición interanual, ya que midió 6,7% en el mismo período del 2011. ¿No estará llegando el tiempo de debatir cómo salimos y cómo seguimos?