Las águilas, los jóvenes pilotos que vuelan por la Antártida

Son los encargados de unir la Base Marambio con las otras dotaciones argentinas. Llevan víveres, cartas y hasta juguetes.

Vuelo de los Águilas de la Antártida en la base Marambio los pilotos Jeremías Vegas (izq) y Juan Pablo Ordovine foto: Rafael Mario Quinteros

En una preposición cabe un mundo. No es lo mismo volar a la Antártida que volar en la Antártida. Jeremías Vega y Juan Pablo Ordovini son las águilas uno y dos, los jóvenes pilotos (tienen 28 y 29 años) que unen la Base Marambio con el resto de los enclaves argentinos en el continente blanco.
Lo que hacen es distribuir a cada base lo que el gigantesco Hércules trae a Marambio, primera escala y puerta de entrada a la Antártida. Ellos vuelan en un Twin Otter canadiense, un avión pequeño que puede llevar hasta 600 kilos de carga por viaje. Llevan víveres, repuestos de motores, correspondencia, juguetes y hasta golosinas para los chicos de la Base Esperanza, la única que permite que se establezcan familias.
Son pilotos experimentados pese a su juventud, y un poco carteros del aire y repartidores de esperanza. Cada vez que llegan a una base son recibidos con algarabía. El Twin Otter es el cordón umbilical de cinco bases antárticas argentinas con Marambio y, luego, con el mundo. Cuando no viene se lo espera; cuando llega se lo festeja; cuando se va comienza la espera otra vez. Un círculo que en estas latitudes se parece al círculo de la vida.
El equipo de Clarín sube con los pilotos para vivir la experiencia única de volar en la Antártida. Marambio es desde arriba una meseta plana que emerge del mar. En un extremo, cientos de pequeños bloques de hielo se desprenden de una masa blanca en una bahía. Parecen veleros amarrados en un puerto de postal. El agua es turquesa. Créase o no, para la fiesta de los ojos en muchos tramos el Mar de Weddell es el Caribe.
El pequeño avión da un giro y, paralelo a la isla, asoma un volcán. Detrás hay un festival de témpanos de todos los tamaños que emergen del azul profundo. Sobre los más pequeños se forman lagunas turquesas. Nos cuentan que allí van a veces los pingüinos para entrenar a sus crías en el arte de nadar. Lo hacen en esas lagunas elevadas sobre el hielo antes de aventurarse al mar abierto.
Otro giro y ahora hay rectángulos de hielo que se van desprendiendo de un glaciar escondido. Son planos y bajos. Parecen recortes de papel a la deriva. Como si se hubiese volado cerca una resma de hojas oficio gigantes y anduvieran esparcidas sobre el agua.
La belleza estremece.
En algún punto, también emociona. Después de la tormenta de fotos y videos sobre las ventanas, hay unos momentos en que el grupo recoge las cámaras y los celulares y sólo se dedica a la contemplación silenciosa. Cada uno consigo mismo y con el paisaje abrumador. Cada quien se guarda para sí la intensidad de esa conexión entre el entorno y el pensamiento.
En algún punto, también emociona. Después de la tormenta de fotos y videos sobre las ventanas, hay unos momentos en que el grupo recoge las cámaras y los celulares y sólo se dedica a la contemplación silenciosa. Cada uno consigo mismo y con el paisaje abrumador. Cada quien se guarda para sí la intensidad de esa conexión entre el entorno y el pensamiento.
Las águilas Uno y Dos se conocieron en la escuela de aviación de Córdoba cuando tenían 17 y 18 años. Ahora vuelan juntos en la Antártida. Son sólo ellos dos para todos los viajes entre las bases, hasta que sean reemplazados, más o menos a los seis meses.
Jeremías, el águila Uno, está de novio con Evangelina, que lo espera en el continente para casarse en el verano. Le gusta cocinar y salir a correr. A veces lo hace en la pista de aterrizaje de Marambio -de hecho, el único lugar plano que permite el running-, y corre 10 kilómetros con temperaturas de entre 8 y 10 grados bajo cero.
“Lo que más extraño es salir a tomar algo, o ir a un parque y sentarme en el pasto verde. Comer cosas como un helado en una plaza o frutas frescas, que acá no hay. Pero esas carencias se reemplazan con la pasión de estar acá, de la gente maravillosa con la que uno convive y de la idea de estar haciendo Patria”
Juan Pablo, el águila Dos, es mendocino. Tenía 12 años cuando vio un desfile cívico militar en su pueblo y pasaron los aviones Pampa haciendo en el cielo la Cruz del Sur. Supo que no quería ser otra cosa que aviador. Está casado con Eliana y es papá de Diana (5) y de Luis, un nene de 2. El acaba de llegar a la Antártida para volar con Jeremías y luego quedar de águila Uno y esperar a su nuevo acompañante, y así. El paso siguiente para los dos pilotos es empezar a volar los Hércules que unen Río Gallegos con Marambio, el sueño de todo aviador militar de transporte. El águila Dos pide algo más terrenal para este fin de semana: que gane River.
El día antes al vuelo, las águilas agasajaron a los periodistas y a los jefes de la Base con un festín de empanadas caseras en el hangar. Trabajó todo el equipo. Además de los pilotos, los mecánicos Aldo Latorre y Pablo Arrayán, y el auxiliar de carga Leandro Herrera. Todos vuelan juntos, siempre.
Ahora el pequeño avión aterriza de nuevo en Marambio y el jefe de la base, comodoro Lucas Carol Lugones, espera a los periodistas para darles su certificado antártico, un “bautismo” formal por haber estado aquí. Pero no hay clima de fiesta. La base está triste porque a uno de los hombres que trabaja en Meteorología se le murió su madre anoche, allá lejos, en el continente. No tiene tiempo para llegar al sepelio y se quedará en la Antártida. Como para casi todos aquí, es su destino.