No todo es igual

Cuando se habla de justicia, tendemos a identificarla con Oyarbide, olvidando que, aun con sus rémoras, el Poder Judicial poco y nada tiene que ver con tan singular y repudiable personaje.

Oyarbide representa todo lo que un juez no debe ser. Su frivolidad y petulancia, el modo rumboso de vivir, su afecto a comportarse como un personaje de la farándula y la falta de decoro de algunos de sus actos suponen la negación de aquella sobriedad que es reclamable en todo funcionario público pero sobre todo en los magistrados.

La sociedad necesitó en todo tiempo confiar en el equilibrio de sus jueces. En esa confianza radica la seriedad y profundidad de una relación entre quien sabe que es sujeto de derecho y la persona encargada de aplicarle la ley. Mucha de esa convicción republicana cedería si el ciudadano viese en sus jueces a personas desequilibradas, caprichosas y sujetas a la presión del poder en una medida similar a lo que muestra el juez de marras y, para ser justos, otro puñado de funcionarios de los diversos fueros del país.

Pero no todo es así. Por un Oyarbide que escandaliza, existen centenares de jueces que cumplen con su deber acabada, sobria y profesionalmente. Jueces que seguramente no saldrán cotidianamente en los diarios ni esperarán en sus despachos el llamado del poder de turno para indicarle qué debe fallar, en qué momento y en qué términos.

En el periodismo existe un axioma tan brutal como cierto: la buena noticia no es noticia.

Encabezar un diario o un noticiero informando acerca de los millones de argentinos que cada mañana se levantan para trabajar, estudiar o simplemente cumplir con la ley tornaría ciertamente “aburrido” para lectores, televidentes u oyentes. Por el contrario, encabezar con un crimen, un latrocinio o un acto de corrupción, llama a aquellos a consumir el medio que informa y se convierte por tanto en noticia “vendedora”.

¿Está ello mal?;  posiblemente sí. Pero es una realidad común al mundo y a la prensa desde el fondo de los tiempos. Con la justicia ocurre algo similar. Un fallo escandaloso –máxime cuando se sospecha que está teñido de mandato del poder- despierta en la gente una ola de indignación que, cuando se vuelve algo habitual, termina generando una mirada equivocada sobre uno de los tres poderes del Estado que es además el que tiene una relación más directa con la gente.

Pero, ¿cuántos fallos saldrán en todos los fueros el mismo día en que ve la luz el que motiva conmoción y enojo? Seguramente decenas o centenares. ¿Importa que cada uno de ellos sea un reflejo del respeto a la ley, a la jurisprudencia y a esa compañera insoslayable del derecho que es la justicia? Claro que importa; en ello descansa la tranquilidad ciudadana como la casa en el cimiento.

Pero no es noticia, no llama la atención. Como ocurre también cuando nos paramos frente a una hermosa casa, un edificio imponente o un histórico palacio. ¿Quién dice “mirá que hermosos cimientos debe tener”? Nadie. Nunca.

En la Argentina actual pareciera que toda la actividad política está judicializada; y eso no es bueno. La gente tiende a medir con la misma vara las decisiones del Ejecutivo y los acompañamientos a veces turbios del Legislativo con el funcionamiento de la justicia que, salvo aquellas excepciones de las que hablábamos, hace demasiado  frente a los escasos medios, las cambiantes leyes y las criminales indiferencias a la que es sometida constantemente.

Recorrer por caso los tribunales de Mar del Plata asusta y a la vez emociona. ¿Cómo pueden los magistrados y funcionarios trabajar en tal grado de precariedad? ¿Cómo pueden, con métodos del siglo XIX, responder a las demandas de la sociedad del siglo XXI? Es imposible. Sencillamente imposible. Sin embargo ahí están, cotidianamente, insistentemente… sobriamente. Tratando de hacer lo mejor posible, aun sabiendo que en cualquier momento otro de nuestros “iluminados” de turno cambiará dramáticamente las reglas de juego.

Por estas horas en las que alumbra un debate apasionante acerca del funcionamiento de la justicia, la selección y evaluación de los jueces, la tan mentada como difusa “democratización” de este poder del Estado y en las que la figura de los jueces está en controversia, es bueno que no olvidemos estas cosas.

No todo es igual, no todos son Oyarbide, ni los fallos escandalizan como el recientemente conocido en el caso de Marita Verón, en el que el tribunal, al menos, desconoció el valor de la suma de indicios como suficiente prueba del delito.

Va a ser bueno que los ciudadanos posemos nuestra mirada sobre la justicia; va a ser muy bueno. Pero lo será en la medida en que no compremos los juicios de valor de quienes están interesados en manipularla, no caminemos por la vereda del prejuicio y, sobre todo, no incurramos en el pecado de la generalización.

Para no equivocarnos, tendremos que re-estudiar aquello de la división de poderes, entender el equilibrio que la Constitución plantea, y evaluar si éste ha sido posible en las condiciones miserables en las que ha tenido que moverse la administración judicial. Pero por sobre todas las cosas, tener presente al momento de formar nuestra opinión que los jueces no son políticos partidarios, los fallos no son decretos de necesidad y urgencia, y las leyes no son parte de la doctrina de ninguna agrupación.

Bienvenida entonces la mirada de la sociedad sobre una actividad hasta ahora encriptada y por cierto desconocida. Pero que esa mirada sea serena, justa y equilibrada. Y que nunca olvide que no todo es igual y que no todos son como aquellos jueces que con su comportamiento abochornan al ciudadano y denigran la investidura con la que aquél los invistió.

Si así lo hacemos, habremos dado el más gigantesco paso hacia la institucionalización y hacia la república desde el retorno de la democracia. Lo que no será poco.

 

Un caso emblemático

foto pag 6 bEl juez Horacio Alfonso falló aceptando la constitucionalidad de los artículos 45 y 161 de la Ley de Medios. Y la mitad del país lo insultó tildándolo de “lacayo del poder”, mientras la otra mitad lo aplaudió por ser “leal al modelo”. Aplausos que se redoblaron al conocerse que con su resolución caían las medidas cautelares que favorecían a Clarín y con ello se permitía que Sabbatella montara el show que todos conocimos.

Pero al día siguiente, el mismo juez hizo lugar a la apelación del grupo editorial, y automáticamente repuso las cautelares caídas despertando el enojo de los aplaudidores y la ovación de los puteadores.

¿Está loco Alfonso?, ¿es un funcionario que no sabe lo que quiere y cambia constantemente de parecer? Nada de ello; en todo caso, actuó ajustándose a derecho y con una corrección digna de ser resaltada. El Gobierno pretendía que fallase en feria para entorpecer la apelación de Clarín… y el juez no lo hizo. Y al reconocer la constitucionalidad de los artículos cuestionados hizo lo que tenía que hacer: las cautelares, por falta de sentido, desaparecieron.

Pero al aceptar la apelación –lo que desarmó los festejos oficialistas- volvió a hacer lo que tenía que hacer: reponer las medidas protectivas.

Es decir, Horacio Alfonso fue juez, simplemente juez. Ni cristinista ni “clarinista”; juez, ajustado a derecho e independiente de las presiones. Lo demás (el contenido de su fallo) es tan sólo una cuestión de convicción doctrinaria que ahora será revisada por la Cámara y luego por la Corte, como debe ser en el estado de derecho al que este magistrado honró con una sobriedad digna de reconocimiento. Ya ve el amigo lector: no todo es igual, aunque un fallo no nos guste.

 

Una Corte distinta

foto pag 6 cSe puede estar o no de acuerdo con algunas decisiones de la SCJ de la Nación. Lo que no puede negarse es que su protagonismo es el más destacado de estos treinta años de democracia. Jueces con envergadura jurídica, signatarios de diversas doctrinas y dueños de distintas personalidades; lo que es innegable es que hoy, en el principal tribunal de la república, existe el debate, y ese debate tiene enjundia. Si a ello se le suma la decisión de abrir las ventanas a la mirada de la sociedad, vamos por el buen camino. Y también mostramos que no todo es igual…